Román: de un monstruismo americano a magia y mito americanos y más allá

por Hernán Rodríguez Castelo

En 1972 el Premio de París -prestigiosa distinción para un artista menor de treinta años- fue para Nelson Román. “Homenaje a César Dávila Andrade”, la pieza que decidiera el premio en su favor, era un tríptico de interpretación visual de la obra del gran poeta. El primer panel lucía un cielo soberbio, evocador de la grandeza de “Catedral salvaje”, que cubría a un grupo humano miserable, y un ojo de clara alusión a lo esotérico de la cosmovisión del poeta; el segundo representaba seres humanos sumidos en arcilla milenaria, en conjunto requemado como las tierras tostadas de su color, y el tercero volvía a contraponer la condición terrestre del grupo humano con la extrañeza de los cielos.

Esta obra -y otras que expuso en la colectiva de triunfador y menciones del Premio de París, abierta en la Alianza Francesa de Quito- mostraban un paso más en una firme evolución hacia un primer estadio de madurez en la trayectoria joven del artista. Paso decisivo: hacia el color. Conjugaba ya variadas sabidurías visuales del dibujo y la mancha de tintas negras y grises, pero hasta este momento el trabajo cromático -de color y materia- se ofrecía experimental y hasta vacilante. Y sin duda -esto lo sentía el artista- el color aportaría acordes fundamentales para esas penetrantes, ricas y agónicas calas en la cosmovisión mestiza, que era la riquísima cantera que estaba beneficiando. Por el momento, en una primera conquista, el color intensificaba el contraste entre los cálidos y tierras de las criaturas terrestres y los azules lívidos y rojos apocalípticos de cielos, nubes y horizontes.

En esa muestra clave estaba ya la cosmovisión en que el artista iría ahondando en la década: irónica y esperpéntica para desnudar lo más ominoso de la condición humana y abierta a lo mágico, presente en el entorno mismo de esos seres, y a lo mítico y cósmico, donde acaso se hallasen pistas de sentido para esa cotidianidad abatida. Todo esto estaba en “Camino a la Santísima Trinidad”, que le valió al poco tiempo del Premio de París Medalla de Oro en el III Salón Nacional de Dibujo, Acuarela, Témpera y Grabado: crítica esperpéntica del mundo inferior junto a lo religioso en una dimensión mágica y mítica.

En suma, que el Román que iba a dar el salto a París, en que el premio consistía, había sentado bases muy sólidas de oficio y de formas personales nutridas por ilustre tradición -cuyo hito más seductor era el Goya negro- pero de rica substancia americana.

 

DESDE EL TALLER PATERNO

 

Nelson Román había nacido en Latacunga, en 1945, y le cogió gusto a la pintura en el taller de su padre, “cuyo oficio -recordaría Ramiro Jácome, que tan cerca de Román estuvo en el tiempo de los “Cuatro mosqueteros”- era el de pintar: pintaba toda clase de encargos, que abarcaban las necesidades ornamentales de la localidad”. El padre -lo ha contado también Ramiro, que lo había sabido desde cierta visita que hicieran los “Mosqueteros” a Latacunga- encontró en su tercer hijo el discípulo y admirador que requería como ayudante para aligerar sus tareas y hacerle compañía en sus frecuentes desplazamientos por las comarcas vecinas” [1].

En ese itinerar como pintores Nelson se aproximó al arte popular, a las artesanías y el folclor. Le dejaron sin duda huellas de asombro las máscaras, de tan extrañas expresividades en su grotesco, y esas carnavalescas celebraciones indias y mestizas, entre las cuales, tanto por su propia plasticidad como por los requerimientos de la clientela, ocupaban lugar destacado los toros de pueblo.

Pronto su instinto de artista y su firme decisión de serlo con originalidad y grandeza le hicieron desbordar el pintoresquismo y alegre y fácil visualidad de todas aquellas manifestaciones artísticas primitivas. Guardaría de ellas lo que encerraban de magia, de misterio, de radical ambigüedad sincrética. Román nunca sería ingenuo -“naive”- ni costumbrista. Ni siquiera realista.

Esta decisión de “poética”, que marcaría desde muy temprano su expresión, se inscribía en un movimiento generacional. La generación a la que él pertenece -gentes nacidas entre 1935 y 1950, y que, en artes visuales, donde la irrupción es más temprana, comienzan a irrumpir por la década de los sesenta- vuelve a la figura, pero acogiendo los reparos que la generación precedente -la del precolombinismo- había puesto al realismo social de los de los treinta: anecdótico, epidérmico, de mensaje obvio. La neofiguración de Román -como la de los más destacados de su generación- sondearía nuevas dimensiones de lo real, ahondando hasta esas raíces que habían obsesionado a los precolombinistas y ancestralistas.

 

LOS DECISIVOS 1968 Y 1969

 

Román, rico ya de sustancias americanas y con un primer bagaje de destrezas de oficio, acude a la Escuela de Bellas Artes -en 1962-, y da con maestros que le orientan certeramente para avanzar por esos caminos que ya intuía, como Viteri. Osvaldo Viteri tenía también fuerte carga de materiales de extracción popular -había trabajado apasionadamente en los inventarios folclóricos que impulsó Paulo de Carvalho Neto- y había enriquecido su dibujo con los logros primitivos que había hallado en artesanías, indumentarias y máscaras. Viteri era un dibujante como para entusiasmar y guiar al aprendiz.

En el último tramo de su formación académica, por uno de esos azares que deciden de trayectorias artísticas, Román conoce a uno de los grandes de la pintura española de la hora, llegado a Quito en una estación más de un inquieto vagabundeo: Viola. Junto con su compañero de la Escuela e inseparable camarada de inquietudes artísticas, José Unda, se pegó al maestro para asistirle en cuanto requiriese y beber ávidamente las sabidurías de ese soberbio creador de hondos y deslumbrantes efectos visuales en su informalismo gestual.

Pero el maestro español, al tiempo que enseñaba a los jóvenes principiantes, saberes de oficio, los animaba a insistir en la figura. “Tienen que rescatar la figura -les decía-. Ustedes saben dibujar”.

Y entonces se produjo el contacto aun más decisivo. Eran días en que Wilson Hallo, con su galería “Siglo XX”, cumplía su papel de marchante al más alto nivel. Y a ella llegó un artista que deslumbró a esos jóvenes ya decididos por el dibujo: Silvio Benedetto. Ese estupendo dibujante les mostró con su dibujo feísta maneras penetrantes de denunciar e ironizar. Y Benedetto apreció lo que los jóvenes artistas hacían ya y convenció al marchante, que les ofreció las paredes de su pequeña pero exclusiva galería, allí frente a la iglesia de la Compañía.

Es 1967, el año de la irrupción de Nelson Román en el horizonte de la plástica nacional. A él y Unda se les une Washington Iza y forman un primer grupo, que denominan “Aguarrás”. Los tres hacen una primera colectiva, en Latacunga, en uno de esos cafés que repartidos por las principales ciudades del país acogían las inquietudes de intelectuales y artistas de esa hora incitadas por la Cuba de la Revolución y en el país por la Revolución Cultural, que había comenzado el 25 de enero de 1966 con la toma de la Casa de la Cultura [2]..

En 1968 Román participa en la II Bienal Latinoamericana de Santiago. En 1969 -marzo: vale la pena, por lo que se verá, atender al mes-, Román y Unda presentan su primera exposición conjunta en Quito.

Estaban, se vio, en una firme dirección neofigurativa, feísta, en la que cabía descubrir cierta fascinación por el dibujo de Benedetto -y, acaso, el de Deira, Macció y Heredia, cuya obra última, de un poderosos monstruismo, habían podido admirar.en la Bienal de Quito.

El de Román y Unda era un dibujo muy maduro, entre finamente irónico y francamente grotesco, en el que el color se usaba con gran sentido -aunque con cierta timidez todavía- para acentuar esa visión amarga de la sociedad.

Y podían detectarse síntomas de experimentación: inclusión de materiales -papel crepé fruncido, para lograr texturas-, algún cromo en colage.

“Un mundo doloroso, muchas veces feo, absurdo por injusto, apunta ya en estas obras, lo mismo en la intención del dibujo que en la fuerza de la composición y el color”, escribí en nota crítica de “El Tiempo” [3].

Obra así es la que decide a.la exigentísima e influyente Marta Traba, que invita a los dos jóvenes a exponer en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, junto con Benedetto.

Se sintió la crítica obligada a justificar la presencia en tan prestigioso centro de artistas tan jóvenes, primerizos. Lo hizo en el texto de catálogo. Para ella, el arte ecuatoriano del momento estaba dividido entre una opción guayasaminiana y otra antiguayasaminiana. “Al descartar ambas opciones -escribió-, Unda y Román, recién egresados de la Escuela de Bellas Artes y muy influidos por la estadía en Quito del español Viola, se interesan por una pintura “de acción” -por supuesto muy conocida en  otras partes, pero prácticamente inédita en el Ecuador. Esta pintura, apoyada en una técnica libre y suelta, les permite incorporar el color, casi desconocido en la pintura ecuatoriana que tiende a las tierras, a relaciones tonales o a conjuntos monocromáticos; los extrae asimismo, a la vez, tanto del ritmo precolombino como de cualquier alusión indigenista” [4].

En ese mismo 1969, tan pródigo en acontecimientos decisivos, a la vuelta de Bogotá de Román y Unda, se forma un segundo grupo, “un grupo -recordaría Jácome- entre cuyos principales propósitos estaría el crear y difundir un arte auténtico figurativo y sin ataduras académicas” [5]. Los amigos del antiguo “Aguarrás” compartían modestísimo taller en la calle de la Ronda. Y se les había unido un autodidacto al que entusiasmaban sus ideas iconoclastas innovadoras y su decisión de neofigurativismo crítico: Ramiro Jácome.

Entonces, en octubre de ese mismo 1969, los cuatro jóvenes, a quienes por eso de verlos andar siempre juntos se dio en llamarlos “los cuatro mosqueteros”, irrumpen como grupo en las artes visuales ecuatorianas con gesto más bien festivo, a pesar de algún rasgo de iracundia generacional, que fue una suerte de “manifiesto”. Viajan a Guayaquil, donde se iba a abrir un Salón de Vanguardia, y le oponen un originalísimo “anti-salón”.

La cosa fue tan nueva como que comenzó por el encarcelamiento, la víspera, de Román y Unda por pintarrajear en las paredes leyendas al estilo de “Primero la vida y después el arte” -muy en la línea del Mayo del 68 parisino-. Explicadas las cosas al alcalde Bucaram por Hallo y liberados los presos, los cuatro llevaron su arte por las calles del Puerto en destartalada carreta tirada por un asno. “¡Aquí está el ANTISALON!”, proclamaban, y lo fueron a instalar en un solar semiabandonado, entre palos y montones de materiales y escombros. Y la gente iba a ver obra tan curiosamente presentada, y lo decisivo era que, más allá del gesto de rechazo de una “vanguardia” a la que se tachaba de acomodaticia y de un arte sujeto a los condicionamientos del mercado, esta pintura tenía interesantes calidades. Y dos de estos rebeldes contaban ya en su haber con una exposición nada menos que en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Unda hacía surgir de manchas de fresco expresionismo abstracto figuras violentas; Román, con dibujo personalísimo, convocaba seres desgarrados entre sabias manchas, para una visión monstruista del mundo; Iza componía con grandes planos de colores puros escenografías para criaturas fetales; y Jácome, en la misma dirección de conjugar un nervioso dibujo con manchas que lo intensificasen, iniciaba una empresa de crítica de la sociedad de consumo que se anunciaba radical y desgarrada.

En Guayaquil había artistas que participaban tanto de esas inquietudes sociales y existenciales como de la manera de plasmarlas en un nuevo feísmo: Villafuerte, Carreño y Zúñiga. Se estrecharon lazos de amistad y de solidaridad en el compromiso.

Cierra Román este tan movido 1969 con una individual en la galería “Kitgua”. Obras muy logradas de ese juego de blancos y negros, que tanto lo seducía -y le fascinaría siempre-. Sombreados de rica textura lineal envolvían a figuras que se insinuaban con pocos y certeros trazos de excelente dibujo. Extrañas criaturas en trance de salir de un capullo. Contrastaba con ese admirable dominio del juego línea-mancha la lucha que el artista libraba con el color, que se ofrecía aún vacilante.

En 1970 y 1971 Román presenta dos individuales que, a la vez que testimoniaban el brío con que había asumido su tarea, mostraban cómo se iba afirmando en rasgos que caracterizarían la producción de importantes períodos de su trayectoria futura.

A la muestra del 70 pude referirme con calificación del más alto encomio: “El mejor  salón de dibujo de año dio “Altamira”  ”, titulé mi comentario crítico de “El Tiempo” [6] . Y escribí: “Nos ha dado dibujo de gran libertad de trazo y muy sutiles sugestiones. Figuras a punto de deshacerse o ya deshechas; obscuras alusiones eróticas”.

Pero se expusieron también -como campo en que la batalla estaba aún indecisa- óleos. Y hallaba el crítico que en los óleos el joven creador se iba enrumbando por la que sería su fundamental manera expresiva: extraer seres y visiones de lo humano de un mundo abigarrado de color. Los óleos dejaban la sensación de un modo plástico que aún no cuajaba en plenitud formal, pero en el que se trabajaba con empecinamiento y con lucidez.

En los comentarios que hago a la muestra del 71 [7] ocurre por primera vez la mención de una figura en la que el artista parecía haber hallado las claves expresivas para ese mundo que buscaba desnudar críticamente e iluminar con dramático claroscuro: Goya. Pero hablaba yo no de un primer encuentro, sino de insistencia y apasionamiento. Me refería a “un Román que insiste en su mundo goyesco”. Las figuras que al conjuro de su magistral dibujo emergían de las masas de color y se sumían en claroscuros de ocres y tierras eran de estirpe goyesca. Pero -y esto resultaba fundamental- eran americanas. Este mundo, tan alucinante como el del Goya negro, estaba enraizado en nuestra realidad mestiza.

Así llega Román al Premio de París.

 

EL ESPERPENTO ENRAIZADO Y ABIERTO

 

Román permanece en Francia dos años y estudia pintura en la Escuela de Artes Decorativas de Niza.

De regreso, participa en la II Bienal de Artes Gráficas de Cali y abre en “Altamira”una muestra de grabado, buena parte trabajada en París. Arte y técnica del grabado se habían convertido para el joven artista en fascinante aventura.

Aire de aventura tenía la experimentación y el juego con las planchas. Tres litografías tituladas “La carreta” trabajaban una misma plancha, la primera en negro; la segunda con dos impresiones, de negro y rojo, y la tercera con cuatro: negros, ocres, cielo azul y fondos amarillos.

Este juego, repetido, hacía de las impresiones aquellas con la misma plancha una suerte de variaciones del motivo, e invitaba al espectador a acompañar al artista en ese tentar las ricas posibilidades del grabado.

Esas posibilidades se ofrecían aprovechadas en muchas de las obras. “Donde hay ángeles negros, perros rabiosos y obispos” -título muy de Román y su visión desgarrada de esta América nuestra sumida en magia, mitos y miedos- lograba su impacto por la riqueza de texturas y la sutileza de las medias tintas propia del grabado.

Sin embargo, lo que estaba detrás de todas esas calidades y movía los hilos de esas penetrantes expresividades era el dibujo. A Román, que siempre fue un notable dibujante, estas obras nos lo presentaban más maduro en el oficio, más dominador del que sería para él el gran instrumento para diseccionar personajes y situaciones. Su deformación, sobre todo de los rostros, lograba conjuntos de alta carga de ironía rayanos en lo grotesco. “El dibujo -escribí comentando esta muestra- se encarga de dar a todos los trabajos su fuerte connotación de sadismo, hipocresía, hartazgo hipocondríaco, grosería, bastedad” [8].

Esta visión del mundo, aunque enriquecida por incitaciones formales del feísmo americano de la hora -que, desde México, impulsaba poderosamente José Luis Cuevas-, seguía nutriéndose del Goya negro. No menguaba la juvenil fascinación por el maestro español. Por su delirante grotesco, por sus alucinantes aquelarres, por la crueldad de su visión de todos esos seres deformados por una sociedad perversa.

La otra seducción del Román de esta vuelta a la tierra patria era lo americano. En la misma muestra, la serie de tintas del prestidigitador, con su mnayor riqueza cromática, sin dejar de ser esperpéntica, caía ya más del lado de la magia americana que del violento claroscuro goyesco.

Y en este mismo 1975, reconociendo la madurez del joven artista ecuatoriano, Gómez Sicre, uno de los críticos más conocedores del arte latinoamericano del momento, lo invita a exponer en la Unión Panamericana.

Después de estas dos muestras siguió Román ahondando en lo americano, dando a sus esperpentos atmósfera, gesto y sustancia nuestra, mestiza. Mientras, desde ese enraizamiento, abría su mundo, por lo alto, hacia los esperpentos mayores -los titiriteros del teatrillo de feria grotesco que representaba nuestro establecimiento social– y por debajo, los pequeños -los alienados, los abotagados, los enconchados en toda suerte de hipocresías y complicidades.

Este es el Román que en 1977 se destaca como la gran figura -la única grande- del III Salón Nacional de la Casa de la Cultura, con obras de feísmo y grotesco que imponían una visión dramática del mundo dominada por viejos símbolos a los que lo formal había dado un agudo sentido de contemporaneidad. “El díptico de ese Salón -”Asesinos” y “Asesinados” -he escrito- es un canto, de obscura, amarga, trágica grandeza, a la violencia contemporánea. Exaltación de un lenguaje feísta y tremedista. En “Asesinos” un cielo con algo de ominoso estallido -en amarillos acosados por sombras-, y una tierra roja, como embebida en sangre ennegrecida, donde conspiran en conciliábilo los que han hecho -y hacen- del mundo circo de perversas acechanzas; figuras monstrruosas en histérico empuñar cuchillos” [9] “Asesinado” era una gran “pietá” contemporánea, en la que desde las mujeres que acogen al ajusticiado corren líneas convergentes hacia lo alto, hacia una extraña escena apocalíptica, suerte de lucha de dragones.

Román cierra su década de los setenta con el mayor reconocimiento nacional: gana el “Mariano Aguilera” 1978. Aquel fue un salón mediocre y aun el díptico premiado no era lo mejor que el artista estaba haciendo en ese primer tramo de su madurez en que conquista una vigorosa expresión personal. Pero era sin duda lo más importante de ese salón nacional.

Ya meses antes había obtenido el segundo premio en otro salón nacional, el “Luis A. Martínez” de Ambato. Fui jurado de ese salón y puedo testimoniar la sostenida vacilación de los jurados entre la obra de Román y la de Gilberto Almeida -uno de los grandes de la generación anterior- para adjudicar el premio. Al decidirnos por la pieza de Almeida -espléndida, de lo más rico y fuerte que haya hecho el artista- los jurados resolvimos otorgar a Román un segundo premio adquisición con esta justificación: “Adjudicar  el Segundo Premio Adquisición del Salón al señor Nelson Román por su obra “Marioneteros en penumbra” de enorme fuerza dentro de una línea tremendista a lo Goya, a lo Cuevas, pero con rasgos de vigorosa personalidad y de gran calidad plástica en dibujo y color, que crean una alucinante atmósfera”[10].

Con oportunidad de los dos premios y una amplia muestra de su obra expuesta en “La Galería” dediqué al artista mi columna semanal “Microensayo” del diario “El Tiempo”. Traigo acá la parte final de ese largo “microensayo” por el valor de lo escrito en ese hoy, en ese momento en que a muchos podía hasta sorprender que saludase así la trayectoria de un artista joven, como una de las más ricas y hondas ya, y, por supuesto, de las más prometedoras de la plástica nacional:

 

MUNDO Y DRAMA

 

Con personajes que evocan los del Goya negro -alucinados, febriles, frenéticos, al borde de la locura-; dando a los rostros toda la amarga ironía y la ominosa impronta tan característica de Cuevas; con ese peso de obscuro fatalismo y radical degradación que, de modo tan inmediato y trágico, nos comunican Bacon o Sutherland, Nelson Romámn trabaja los paneles de un gran fresco.

Todas las obras se integran en una misma visión del mundo y en un mismo modo expresivo, como pudieran hacerlo los sintagmas -variados y distintos- en un único discurso. Y, en virtud de la coherencia expresiva, aunque esas imágenes nos desgarren, degraden y aplasten, seguimos paso a paso el avance y le pedimos al artista que nos lleve hasta las últimas consecuencias. Que es a donde tendrá que llegar. Porque este camino, por estupendo que sea ya, está a sus comienzos.

Cuando el artista tiene a su disposición grandes formatos desarrolla completa la sintaxis de su discurso. Hay entonces un arriba y un abajo, que se expresan con la forma casi alegórica -y obsesiva, recurrente- del gran guignol. Arriba, entre cielos perturbadores -de azules profundos y lívidos y rosas con algo de resplandor de incendios lejanos-, los rostros, grotescos y perversos, de los que mueven los hilos. Abajo, en el gran teatro del mundo, el espectáculo que va de lo grotesco a lo absurdo, de lo cruel a lo estúpido. Todo desacralizado. Los rostros de las mujeres de una Pietá -una auténtica Pietá contemporánea- resuman hipocresía y miseria moral.

Las variantes no cambian lo esencial del ordenamiento: los que mueven el teatrillo miserable son dos viejos que espectan con la sordidez con que pudieran haber espiado a Susana; la mano del titiritero está casi en las inmediaciones de la tierra-escenario.

Los formatos menores le sirven al artista para encerrar al espectador en cámaras de horrores -los horrores de la crueldad humana: la tortura, el sadismo sexual-. El espacio encierra y aplasta. La atmósfera asfixia. Las escenas revelan detalles sórdidos.

Este es, a muy grandes trazos, el mundo y drama de la pintura de Román.

Hasta aquí el Microensayo tentaba un balance de lo hecho por Román. Pero había una parte final que avisoraba el futuro de esta expresión vigorosa. Un poco de ejercicio anticipatorio que en buena medida iba a realizarse. Vale la pena leerlo.

 

EL RETO CONCEPTUAL

Con la coherencia de estas formas expresivas -cabría hablar de un lenguaje- coexisten inquietudes y retos y, consiguientemente, aperturas.

A Román le tienta una reflexión sobre el espacio. Pienso que ni él mismo sabe qué le pueden llegar a revelar esas ventanas en que enmarca -sin más razón que su voluntad de definir espacio en el continuo de sus ambientes- el rostro de algún personaje o escenas intercomunicadas de una misma secuencia.

Pero hay casos en que la inclusión de elementos espaciales -en figura geométrica o en sugestión lineal- ha mostrado ya ricas posibilidades de conceptualización. Así la figura del contemplativo de la aureola. La cabeza -simiesca- encerrada en el espacio geométrico que configura el prisma de cristal tiene penetrante valor sígnico.

Otra solicitación fuerte para el artista parece ser el presente: desnudar sus imágenes de resonancias históricas y composición escenográfica, para enfrentar al espectador con el horror de un presente que está aquí y ahora. Tal enfrentamiento se da en el trabajo más ambicioso y nuevo de la muestra: el maniatado y torturado, envuelto, como por una sierpe, por el rojo agresivo de lo que es, a la vez, atadura, látigo e instrumento de tortura. Composición y dibujo brutales y violatorios de cualquier norma; todos los gestos crueles -los gestos, entiéndase, de la pintura misma-; un arte en que todo se ha convertido en significante de esta estúpida pasión que vive América.

He aquí al artista comprometido con su mundo, cumpliendo, valiente y lúcido, su misión profética. Compromiso y misión profética van a exigir -han comenzado ya a exigirle- a Román, al artista de fino gusto, al hábil dibujante, al sabio manejador de los efectos, radical ascesis y renunciamientos que los consumidores de objetos bellos no entenderán. Pero este es el camino -uno de los pocos caminos aún abiertos en la sociedad de consumo- hacia una auténtica grandeza pictórica americana.

Hasta aquí llegaba ese texto publicado en mayo del 78.

 

Y OCURRE EL PAISAJE

 

Román inaugura la década de los ochenta con algo que sorprende a cuantos seguían su trayectoria: con paisaje. Un paisaje simplísimo de dibujo y violento, fauve de color.

Hasta este momento sus óleos, témperas y dibujos estaban ocupados, casi sin espacios de fondo o suelo, por rostros corroídos por sombrías maldades, ajados de sinuosidades lineales, y manos que acariciaban extrañas criaturas. Personajes de una corte de los milagros sórdida, a la que se había ido despojando sistemáticamente hasta del menor gesto o rasgo de nobleza y aun dignidad.

¿Cuál sería el papel de ese inusitado paisaje en este mundo cerrado y asfixiante?

Román buscaba una nueva escenografía para sus criaturas. Una escenografía de fuerza telúrica americana. Ahora esas criaturas torturadas tenían detrás de sí telones de enorme grandeza, que parecían envolverlas y agobiarlas. Ominosos cielos hondos, a veces lívidos o sombríos de color -de un azul prusia muy diluido a un rojo cadmio ennegrecido-; desolados montes de ocres y sienas quemados No era un paisaje que abriese horizontes o diese aire a esa visión del mundo cerrada y asfixiante. El paisaje irrumpía como un nuevo actor del juego semántico, a intensificarlo y dramatizarlo aun más.

Había que reordenar la composición. El artista sitúa a sus criaturas en pequeñas cenefas, en un primer plano apenas distanciado del espectador por breve franja delantera de color plano, con lo cual se lograba otra novedad: un cierto efecto de distanciamiento, que, unido al fondo paisajístico, daba a las escenas profundidad. Ello iba a dar a la cosmovisión de Román nuevas dimensiones.

Y en esta misma hora de búsquedas y novedades ocurren otras dos en extremo sugestivas: espejos y plumas.

El espejo surgía ante el espectador para romper la aplastante presencia del fondo paisajístico y la continuidad de la cenefa humana. Surgía para trizar construcciones asfixiantes en su dramatismo.

Pero había más: el espejo era la irrupción de lo mágico, de lo lúdico y lo esotérico en esa pintura negra. Era anuncio de nuevas seducciones, que a partir de ese momento no cesarían de enriquecer la expresión del artista.

No menos mágico y lúdico el papel de las plumas. En unas joyitas que el artista había trabajado con plumas había cedido su paleta a la pluma, y el color que la pluma aportaba al cuadro era lúdico y era mágico. Con la pluma recuperaba, al tiempo que el colorido que la pluma daba al fausto regio de nuestras viejas culturas amerindias, lo sagrado y hermético del sentido que las plumas tenían en sus ceremonias y rituales.

 

LA SEDUCCION DE LA IMAGINERIA RELIGIOSA POPULAR

 

“Todo desacralizado” se había escrito en ese ensayo de suma de un gran primer tramo de la pintura negra de Román citado poco antes. Pero he aquí que en 1985 se organiza en Guayaquil, en los amplios salones del Banco del Pacífico, la gran exposición “Arte sacro contemporáneo del Ecuador”, y la curaduría [11] elige para esa muestra que a muchos desconcertó y a todos admiró una obra de Nelson Román en tres grandes paneles: “La Santísima Tragedia”.

La obra recupera, con visión amplia y honda, la fiesta campesina, devolviendo a cada actor y cada acto y cada gesto su sentido lúdico y mágico, y eso mágico abierto a lo sacro. Y ello se extendía hasta la humilde vendedora que, devotamente instalada en su puesto, parece una madona, con aureola y todo. Esos paneles ponían al espectador ante un mundo en dos niveles: el más acá, entre prosaico y pintoresco, y el más allá, donde alientan extraños espíritus y un clima de miedo y magia. Y objetos ceremoniales -y a la vez lúdicos- como la vaca loca o el castillo ponían en relación los dos niveles. En lograr esa intercomunicación veía el artista la más honda y obscura función de la fiesta popular.

¿Qué había ocurrido con el Román implacable en su desacralización de un mundo que hallaba -con sobra de razón- absurdo?

Había dado, en una de esas enriquecedoras vueltas a la rica carga folclórica que le venía de su infancia pueblerina y los largos vagabundeos por fiestas y celebraciones campesinas con su padre, con la religiosidad popular.

“La Santísima Tragedia” se presentó, como verdadera clave de sentido, en una muestra del artista ese mismo 1985 (Sala de Arte Contemporáneo, Quito), dominada por penetrantes señalamientos a lo sacro de la imaginería religiosa popular con sus mitificaciones sincréticas de judeo-cristianismo y lo mágico solar. “El dios de los pájaros” era a medias danzante fatigado y a medias un ser mítico en descomunal reposo. El oro de la máscara y el fino dibujado en oro de las alas conferían al personaje su dignidad y extrañeza. Y enriquecía los sentidos de una criatura así una escena desarrollada al pie: grotesca danza de diminutos seres aureolados.

Vive Román un período de fascinación por lo popular, por lo popular profundo, que es el territorio del folclor, que le conduce al símbolo. Lo uno y lo otro venían de atrás, la seducción folclórica de muy atrás. Pero ahora se siente que se llega a esas dos ricas canteras ya familiares con nueva lucidez y mayor audacia.

Del folclor se insiste en fiesta y máscaras. De esta hora es un retablo que en su parte central tenía un enmascarado cabalgando sobre una máscara-león, mientras de lado y lado se ordenaban en bloques máscaras humanas y bestiales, de dibujo recio, en conjunto al que daba unidad un hiriente cadmio -pintado sobre base de azul, que por resquicios salía a la superficie.

Y el símbolo se convertía en centro de composición y clave de sentido totalizante. Así en un tríptico en cuyo panel central un árbol de fastuosos verdes con la serpiente al pie evocaba mito y símbolo genesíaco, mientras en los paneles laterales se apiñaban ciegos en tortuoso avance hacia el árbol -desasosegante símbolo de la condición humana.

Y “El monte de las serpientes” se componía en torno al triángulo esotérico.

Y el simbolismo se extremaría en obras de gran complejidad visual y semántica. “El monte de las serpientes” -que es ya de 1991- componía todo un rico y tenso conjunto de elementos simbólicos y míticos en torno al triángulo esotérico. Sobre él un grupo abigarrado y tenso de humanos con extrañas máscaras; arriba, follaje de delineados en oro con serpientes; a la izquierda, una pareja copulando (en el tronco que envuelve la serpiente). Al pie, cenefa de peces y serpientes. Y personajes mitológicos. Todo con la riqueza de recursos que iba del inconfundible dibujo de Román al trabajo de encaprichada artesanía con el oro.

Era, sin duda, Román uno de los artistas americanos que con mayor riqueza y hondura trabajaban el filón de mito y magia. Ya en 1978 se lo había reconocido al invitarlo muy especialmente a la Primera Bienal Mitos y Magia, en Sao Paulo.

Antes de salir para París, a exponer individualmente en las dos salas de “Espacio Latinoamericano” -la galería de Le Parc y su grupo- (1987), presenta Román en Quito una muestra que, como todas las suyas, junto a moroso ahondamiento, ofrecía novedades.

En lo formal, había obras de trazo nervioso, vehemente, casi basto, que tornaba aun más desgarrador su feísmo, y con un color violento, todo lo cual parecía franca alusión a la pintura de los “nuevos salvajes” europeos. Y en el dibujo de sus cabezas y máscaras se lucía una línea gruesa de gran economía expresiva.

En la visión del mundo, sitúa por primera vez sus aquelarres esperpénticos en un escenario urbano. Así el tríptico de la Plaza del Teatro -la vieja e ilustre plazoleta quiteña hacia la que se abre el Teatro Sucre, y en uno de cuyos lados, el oriental, en casa angosta y alta de tres pisos, había instalado su taller el artista.

Mundo sombrío de vagabundos que duermen en portales y variopinto de charlatanes de feria y equilibristas y prestidigitadores. En la tela central, un equilibrista parado de manos, en rojos, rodeado por coro de figuras obscuras. El simbolismo, directo y penetrante, se ha confiado a ese hiriente contraste cromático: entre vida y fiesta, la que sea, y pura miseria y sombrío vegetar. En los paneles de izquierda y derecha, otros de estos héroes que rompen la cotidianidad alienada y vacía. En el izquierdo, un charlatán de feria gesticula; los desheredados componen lúgubre cenefa de amarillos contra el gris y cerúleo de fríos portales. En el panel derecho, el feriante maneja, como otro pudiera hacerlo con aves o monos, peces; los peces simbólicos de Román. En suma, que en el centro de cada uno de los paneles está lo lúdico y mágico -así sea de charlatanes de feria y otros ilusionistas-, contrastando con los obscuros aquelarres esperpénticos. Desoladora visión de la miseria urbana y un panel más de la sombría imagen del mundo que el artista había ido construyendo, retablo a retablo y cuadro a cuadro.

 

DEL BARROCO AL MANIERISMO Y LA SINTESIS

 

Nelson Román se instala en París por el 1989 y 1990 -desde el 82 había vivido allí largas temporadas-. En los comienzos de su período parisino se da cierto paso de su barroco americano goyesco a un manierismo. Y hallamos en sus obras mayor complejidad en los signos, mayor variedad en los elementos, mayor multiplicidad de trazos. “Para mí -me dijo el artista en algún encuentro a comienzos de la década- es un retorno a lo estético”.

Había, sin embargo, mucho más de seducciones europeas en su arte y cosas tan viscerales como la caotización de lo europeo postnietzcheano.

Pero todo esto se funde en el crisol americano y la renovación formal dice con nuevas calidades lo mágico americano. Ese encaprichado realizar manierista se luce en las alas como de orfebrería en oro de un diablo instalado sobre un fondo azul, y en preciosos peces de oro a los cuales tan bien les sienta aquello para realzar su condición simbólica.

Este hacer manierista incita al artista americano a pintar la selva, en lujuriantes juegos de verdes y azules. Buen escenario para un diablo en rojos y personajes y escenas con aire mítico o mágico.

Y en la búsqueda de belleza da con la mujer-belleza. La mujer de cabellera de peces de oro y cabellos de oro, la niña con rica diadema áurea.

Los juegos manieristas se cargan de obscuros sentidos míticos: sobre la cabeza de un personaje de diadema sacra, en lago azul, pez, serpiente y animales mitológicos.

Se iba haciendo riquísima síntesis. Frutos de la fusión de esas incitaciones europeas con los espesos limos americanos iban surgiendo grandes obras, como aquella en que árboles de preciosas hojas de bronce abrían un espacio central de azul intenso en que flotaban dos parejas en estrecho abrazo. Al pie, en los vértices, otras dos. En el espacio un águila áurea y la serpiente mitológica. El manejo del espacio recordaba antiguas escenografías, pero ahora con esquemas seudoclásicos.

La síntesis invita al artista a retomar el tema erótico, con enriquecido juego de símbolos, en conjuntos bellos de dibujo y exactos de composición. Como una tela dominada por el caballo simbólico, con follaje de serpientes y hojas de bronce arriba, y al pie, peces, también broncíneos. Y sobre los peces, debajo del caballo, la pareja en el acto erótico, en violetas, que contrastaban con los rojos fuertes, dramáticos, en que se había realizado el caballo (“Erótico”).

Lo erótico cargado de substancia americana, llegada desde una cultura milenaria, se realiza en una serie de trabajos incitantes y originalísimos: los amantes de Sumpa. Los dos esqueletos, varón y hembra, unidos en estrecho abrazo -y al parecer ajusticiados, así, juntos-, hallados por arqueólogos en la Puntilla de Santa Elena, fueron para el artista motivo fascinante. Y la fascinación se volcó en color -líricos azules, verdes de rico trabajo, intensos rojos intencionadamente situados- y el uso de elementos relacionados con la más ilustre antigüedad americana y de por sí bellos, como plumas y conchas.

 

EL ENRAIZAMIENTO A LA DISTANCIA

 

Y, lograda la síntesis de esas seducciones formales europeas y la bullente substancia americana, se da en el artista un fenómeno en extremo sugestivo: el enraizamiento a la distancia. Un enraizamiento en lo propio, lo americano, nutrido de ausencias y nostalgias.

Hay un símbolo clave que da su espacio mitopoético y mágico a tan fecundo fenómeno espiritual: esa “AXZA AXZA XXIII”, ciudad perdida, mitad del mundo, con que se anunció una nuestra quiteña. Es una ciudad inventada por el artista espacialmente desgajado de su tierra patria, que, en ávida afirmación de totalidad, ha unido la A del origen con la Z del final, relacionadas por la X del enigma, y vuelta a la A, para iniciar el movimiento cíclico propio de la temporalidad en la cosmovisión indígena andina.

Este enraizamiento, al que se ha dotado de un espacio mítico, hace que símbolos y signos ancestrales cobren nueva magia, que el artista traduce en color -esta es una hora decisiva para el color de Román-. “Corazón del cielo, corazón de la laguna” es espiral de verdes y oros, con plumas. (Plumas preciosas -como las del colibrí- seducen especialmente al Román de esta hora no solo por la belleza de sus colores, imposibles de reproducir, sino también por la carga de sacralidad cobrada a través de siglos de cultura indígena americana en rito y ceremonia); con el oro al centro, contra fondo de un morado fuerte, de mestiza estridencia. Igual juego cromático en “Ser hombre” (1993): en verdes y oros el pez al que le nacen piernas. Y en los verdes y rojos violentos -y cargados de insinuaciones de sentidos – de “Pescadores en el gran azul”.

Este color, tan decidido, de tanta carga semántica, llega a las turbiedades -verdes, negros, rojos, fragmentos dorados- de la gran cuadrícula central de “Códice rojo”. Y se extrema en la audacia del díptico “Caballos y felinos rojos”, en que el caballo blanco sumido en la crudeza agobiante del rojo sangre cobra algo de trágico o de ceremonial.

Este florecer del color violento, rico y cargado de sentido era la madurez de proceso que comenzó a mediados de los ochenta, cuando dejó el cadmio y pasó por variada gama de amarillos al cobre y hasta el oro -no para ornamentar sino en procura del simbolismo de lo áureo: para alas, para el maíz-. Después se fue ahondando en el azul: azules enigmáticos, espirituales, para alojar esos oros y contrastar con viejos rojos ceremoniales y rojos vibrantes, signos de fuerza, pasión y sangre. En el verde se llegó a bellísimos verdes para follajes de una realidad transfigurada. Y, sin que obstase su poderosa novedad, eran colores lejanamente enraizados. En esos colores de la alfarería del Pujilí que el pequeño Nelson viera tantas veces en las ferias de pueblo: azules, rojos, amarillos, dorados -las purpurinas que tenía su padre sobre la mesa del taller…

Este color, nutrido de densas savias americanas -muchas de ellas vivas en el folclor-, más nuevos hallazgos de espacios, o por el mismo color o por el manejo de planos, eran escenografía que alojaba formas firmemente dibujadas que invitaban a leerse como sintagmas de relatos míticos o como evocaciones esotéricas.

Pero no se trataba de ilustración de relatos míticos recogidos: eran creaciones originales, imaginativas, plásticamente autónomas, en las que lo mítico se hacía no por la pintura sino en la pintura y de la pintura.

Es entonces la hora en que la condición narrativa de lo mítico se traduce en series y se multiplican “códices”. Una de esas series se tituló, precisamente, “Códices”.

La serie “Cazadores de cabezas” -una de las primeras: 1992- significó una aproximación a lo mítico de un hieratismo que llegaba a lo geometrizante y cobraba el aire de viejos códices. Formas dibujadas con acrílico y cisco sobre lino encolado, con sus ocres severos en muchas piezas a la vista. Guerreros, jaguares y serpientes, y sacerdotes con adornos de plumas. Y verdes intensos para la naturaleza feraz de América. Exaltación de la fecundidad: la mujer en azules apastelados, con el pegado en el sexo; la mujer abierta para recibir la simiente y entregar el fruto de la vida. Y la mujer con el sexo de oro rodeado de plumas (“Luz”). Y piezas como “Cazador”, que eran homenaje a la caza como rito mágico. en trabajos en los que dominaba el oro -color sacro.

La serie “Axza axza XXIII”, de las más ricas, hacía sentir que el mito fascinaba al artista como pista para despegar hacia sentidos hondos de lo humano.

El políptico “Cruz de Sur” tenía en su brazo inferior -dos piezas- jinetes que penetraban las rojas puertas del misterio; todo lo demás eran cosmogonías realizadas con dibujo que evocaba el de viejos códices.

En el díptico “Figuras antropo-zoomorfas y la selva” se caló en el mito del hombre animal, y la violencia y desenfado en la resolución de algunas figuras sumergía al espectador en los orígenes de lo humano.

Y en “Personaje de la pirámide azul” se dejó los elementos míticos fuera de la pirámide donde se apiñaban los humanos. En lo exterior estaban el mar rojo de peces de oro y el hombre original.

Sin perder fascinación por el mito, la serie “Galápagos” (1995) -veinte piezas, algunas de gran formato- ahonda en el tema del mar, con azules profundos que dominan las telas, y la naturaleza, rica de verdes casi puros aplicados con brío gestual y abigarramiento de trazos. Y, dominador de esa naturaleza, el hombre. El hombre que ha pescado y cazado: el pez (de plumas) en la una mano y la avecilla en la otra. Y aves de oro en el cielo de verdes. Pero, sobre todo, el mar. El mar en todo su misterio domina un soberbio díptico de contrapuntos hondos de azules y verdes, con un gran pez sombreado de dorados. ¡Qué cuadro para mágico y rico! Suma de aventuras y oficios y epopeya del mar.

Una de las series de mayor aliento -con obras monumentales- llevaba el nombre de una de sus telas, “El Dorado”, que sugería la salida desde el espacio mítico de “AXZA AXZA XXIII” hacia búsqedas imposibles como la del fabuloso Dorado. El ensamble políptico “El Dorado” jugaba con gran libertad con imágenes míticas -el personaje el Dorado con sus manos de cabezas de serpiente y su sexo como el árbol de la vida-. Y el díptico “Monte de las serpientes” daba su contexto mágico al relato de los comienzos del hombre: el monte -gran cuadrícula de finos trazos de oro- se alzaba sobre un azul genesíaco en que nadaban peces y por entre las hojas de la selva reptaban serpientes rojas. Peces y serpientes eran símbolos de aguas originales y selvas milenarias que rodeaban las cosmogonías del origen.

Pero en esta serie tan enraizada en obscuras cosmogonías, la gran tela “Bonita banana, descubridor de Europa” traía el mito hasta un pasado solo centenario -ese que el centenario del descubrimiento de América había puesto en el centro de reflexiones y confrontaciones- y de allí lo instalaba en el presente por ese recurso desacralizador y desmitificador que es la ironía. En la nave, los argonautas con fastuosas máscaras áureas; en el agua, la serpiente emplumada. Y todo con dibujo de hieratismo que confería al conjunto grandeza mítica. Pero la nave era el banano: ese era el nuevo vellocino de oro. Sus connotaciones de riqueza puramente mercantil y de variadas maneras de manipulación creaban la vigorosa tensión irónica desmitificadora.

El de estas series es el Román al que se invita a exponer en un Salón de Honor en la IV Bienal Internacional de Cuenca (1994).

Tres grandes piezas sacadas de las series se imponen en la gran muestra con mayor grandeza y mayor riqueza de sentidos que cualquiera de las obras en concurso. “Pescadores en el mar azul”, con la pirámide convertida en balsa que conduce a esos seres en su paso del animal al humano -en rojos violentos- por sobre un mar violeta rico de peces -símbolo de vida-. La fuerza del color -que ya hemos destacado- y la inmersión en ese color de un dibujo vigoroso, para la mágica insinuación de sentidos propia del mito. El gran tríptico “El Dorado”, aun más libre en su discurso de signos -que llega al signo contemporáneo del pegado de periódico en la cabeza de la criatura yacente-. Y la obra ya mencionada “Figuras antropo-zoomorfas y la selva”, con su violencia casi genesíaca.

 

DE LA SINTESIS A NUEVAS APERTURAS

 

En1996 abre Román una importante muestra -en el Museo del Banco Central- que presentaba los logros de esa síntesis obrada a la distancia. Aquello fue un gran despliegue de expresión plástica americana. Y lo fue también de nerviosas inquietudes y sugestivas aperturas.

Nos introducía en la exposición el “Cronista”. Hecho de papel molido, estaba revestido de periódico que permitía leer las noticias, y esto lo situaba en la modernidad. Pero el color terracota nos hundía en la tierra: de esa profundidad salían -nos decía el color-símbolo- las noticias realmente dignas de crónica.

Y se pasaba a los códices: del fuego, del miedo. Mensajes con la plurisemia del signo icónico. Hondos y obscuros. Hasta desembocar en el “Códice del humo” que era febril, honda recuperación de los materiales, de la tierra a la arcilla.

A un lado estaba el “Templo solar”. Los brillantes colores de Román obscurecidos. Visión sin nada de luminoso; más bien casi sombría. El templo que vio el cronista de Cortés cubierto por costra gruesa y sucia de sangre. Y máscaras de oro y figuras hieráticas, también obscurecidas. Y, ominoso símbolo de la conquista, el caballo. ¡Qué obra tremenda era aquella!

¡Y cuántas obras fuertes, tensas de misterio! Como “No soy nada inocente” con su color arcilla y rojos intensos contrastando lo fastuoso humano con lo gris y lo obscuro -grises y negros- de lo humano degradado.

En la otra mitad de la muestra, la constante formal eran pegados: papeles, plumas. Entre el juego y la magia. Transmutación de esos materiales, aun los más ordinarios, hasta lograr el espléndido lujo de una obra en negro. Esos elementos se tornaban palabras de frases extrañas, a la vez que formas de gran belleza. Ningún material le parecía al Román de esta hora banal, pobre o burdo. Papel crepé y papel aluminio podían convertirse en máscara ceremonial. Materiales de desecho podían transfigurarse en algo tan fastuoso como los atuendos de los danzantes rituales. Con plumas, conchas y cabuyas podía construirse riquísimo tótem.

La magia era la varita mágica que obraba esas transfiguraciones. La magia presidía desates barrocos de trazos y plumas en piezas casi alucinantes. Y la magia llegaba a “La región subterránea”, escena de Divina Comedia americana mestiza, rica de signos.

Y había una sugestiva apertura. Muchas figuras, cobrando especiales valores volumétricos -virtuales, ilusionistas-, parecían reclamar espacialidad. Y el artista se mostró sensible al reclamo. Saltó a la espacialidad. Con brío, con ímpetu, con libertad. Fueron criaturas de Román -con su forma, con su color- que se convirtieron en maquetas de posibles esculturas.

Importa añadir que la producción de esta hora de nuestro artista es muy rica, y el estudioso se queda siempre corto al tratar de dibujar su panorámica.

Recuerdo una obra que era un sol-oro, con serpientes por rayos, sobre un azul místico -enre prusia y ultramar-, y el oro recogía y devolvía luz. ¡Y tantas otras no menos bellas y hondas! En síntesis sumaria puede decirse que lo más sugestivo de tan vasta producción se movía entre lo mágico, lo lúdico y lo mítico, y que las claves de sentido anclaban en el contraste entre lo fastuoso y lo ordinario -que se veía como en pocos casos en un homenaje al maíz- y en los poderes del arte para transfigurar hasta lo más banal y hacer de todo signo. Signo americano enraizado.

 

LA FASCINACION DEL DIBUJO

 

Román –hemos dado con ello ya varias veces en este ensayo- fue siempre un estupendo dibujante. Para él el dibujo, más allá de habilidad innata y destreza dominada, era fascinación y poderoso instrumento para trasmitir visión del mundo y hacer aguda crítica social.

En su trayectoria hay momentos en que el dibujo parece saltar a primer plano y son dibujos sus obras más importantes.

Así la década de los ochenta, caracterizada por espléndidos dibujos en formato heroico, como el que fue a la Bienal de Medellín y al Salón de los Independientes, en el Grand Palais, en París -este último ya en el 85-. En ese dibujo -de 135 por 213 centímetros-, titulado “Cotopaxi”, fechado en 1981 y trabajado en homenaje a Teófilo Quishpe -indio de Cotopaxi que hacía la ropa de los danzantes-, un personaje que parece reunir signos y atributos de los disfrazados de las fiestas folclóricas llena todo el espacio, imponente. Y extraño, cargado de signos. Tiene piernas y pies de oso, pero también alas. Y lleva ceñida una banda presidencial. Es el juego farsesco con esa dimensión simbólica que le confiere la fiesta popular. Y un último toque irónico, de rica plasticidad: las alas están adheridas con remaches, dibujados, claro. Todo con un movimiento de las formas que da tensión y fuerza a la impresionante figura y con línea que se aprovecha de la pastosidad del carbón “Conté Carré”.

Década de dibujo abierta con “Cotopaxi” se cierra con un soberbio dibujo erótico fechado en París el 89. En juego de negros y rojos violentos, la pareja enlazada en formas de intensa voluptuosidad, y el hombre con cabeza de toro, que confiere dimensión simbólica al acto de la posesión.

Y hasta cuando, alguna rara vez, responde al reto de ilustrar, Román se muestra libre y personalísimo en su dibujo. Así en el dibujo que hace para mi libro Por los caminos del Quijote (1980), que se expuso en la muestra “El Quijote en el arte ecuatoriano” y fue la obra seleccionada para la portada del bellísimo catálogo [12] Es un trabajo de multiplicados y finísimos trazos de plumilla. Contra un fondo obscuro de riquísimo entramado, la figura del caballero andante. De máscara, alto y fastuoso tocado, alas y una sepiente enrollada en su pierna -todo carnavalesco, pero de extraña dignidad y misterioso-. Rocinante con los ojos vendados: no es el instinto animal el que guiará esas desorbitadas andanzas, sino la locura. Sobre la cabeza del caballo, símbolo de locura (y juego), un mono.

Y, mientras el bloque mayor de su producción parisina apuntaba ya a algo que el propio artista ha llamado “obra total”, Román, el dibujante de tantos memorables logros, armado solo de su dibujo -sus carbones y su sanguina-, arremete, al voltear el siglo, con otra soberbia empresa enraizada en tierra americana: recuperar para lo contemporáneo -las formas y la sensibilidad posmoderna- el mundo religioso barroco de uno de los dos mayores imagineros de la Escuela Quiteña, el genial Caspicara.

Meses le ha llevado al artista penetrar en el mundo de Caspicara. No como estudioso del arte colonial quiteño: como un creador, heredero de ese arte. Para decir su hallazgo, no en un texto histórico-crítico sino en formas. Con la técnica que de modo más nervioso y con mayor inmediatez plamase lo nacido de ese visceral encuentro: el dibujo.

Fueron dibujos grandes y medianos y hasta dibujos que saltaron de las paredes -del Centro Cultural de la Universidad Católica (2001)- al espacio central del gran recinto, a modo de instalación: así una larga cauda -de papel Kraft- toda ella dibujada de signos religiosos.

El dibujo mayor, “Sueño de San José”, tentaba una panorámica del drama del calvario -ha de recordarse que el motivo del crucificado inspiró algunas de las mayores esculturas de Caspicara, sus bellísimo crucifijos.

Otros descendían al detalle. Como una impresionante Pietá -que remitía a la Sábana Santa, el espléndido grupo de Cristo muerto en brazos de su madre del maestro quiteño- en que todo se concentraba en el rostro de Cristo muerto, y, en ese rostro, en los ojos, el uno cerrado y el otro con lívido brillo de agonía y muerte.

La muestra de estos dibujos, aunque impresionó, desconcertó. ¿Qué había allí de Román?

Lo que había de Román era el haber asumido -y tan gallardamente- el reto de dar contemporaneidad formal a las piezas de Caspicara. De la perfección absoluta de las formas del maestro a formas sincopadas, en casos levemente deformadas. De su expresión acabada y llena, al dibujo nervioso, alguna vez fragmentario sobre el blanco del papel.

EL ROMAN PARISINO

Román, hombre de dos mundos, al tiempo que hurgaba visualmente lo americano, iniciaba su relación artística con París a través de nuevas series.

Una primera de estas series la inaugura un trabajo lúdico, de fina alusión al mundo de la cultura y el libro que era el parisino, a la vez que rendía risueño homenaje a uno de sus mitos: “El vampiro de París”. El vampiro con su capa negra, sobre fondo rojo sangre, echado de bruces con la cabeza sobre el ejemplar -un encolado del libro mismo- de la famosa novela de Bram Stoker que dio ser a Drácula.

Y el “Códice Borbónico”, con el famoso códice y elementos encolados aludía a los blasones de la vieja ciudad. Al tiempo que “París, cahier de la mode” recordaba a la ciudad que había dictado modas al mundo: una simple rosa roja sobre fondo azul.

“Ensambles de la rue de Montroill” -trabajada entre 1999 y 2003- fue empresa de reciclaje de materiales parisinos. Maqueta trabajada con pedacitos de boletos del metro de París; barcas hechas de desechos; cartones recogidos de la basura para convertirlos en máscaras. Y junto a esos materiales banales, casi sórdidos, plumas. Con su fastuosidad degradada, pero con su belleza intacta. Y en esos pegados, el color. Un color asordinado, grave: rojos como sangre, ocres viejos. Ya sin oro ni esplendor alguno.

“Visiones y alucinaciones de París”  -del 2000- recuperó nerviosa y certeramente extrañezas y misterios de la centenario ciudad. El vendedor de máscaras, que eleva la de Victor Hugo, el mascarón de Saint Michele, las gárgolas de Notre Dame, faunos junto a nobles monumentos funerarios del Pere Lachaise. Sobre el blanco del papel de embalaje imágenes nerviosas, de mancha libre; tintas sepias, tintas negras, verdes de gouache; pegados. Testimonios de fresca inmediatez de la seducción que sobre el artista americano ejercía la ilustre ciudad europea; calas en su espíritu descifradas visualmente de piedras y rincones.

Y con esa misma voluntad de descifrar París, el artista se volvió a la torre Eiffel y su dibujo se extremó, con encaprichamientos de raíz manierista, en una serie sobre la emblemática torre, no como motivo pintoresco o turístico, sino como ícono rico de claves para penetrar en lo parisino. Y en deliciosos juegos irónicos surgieron, al conjuro de fino dibujo, en grandes cartulinas, una torre Eiffel que es árbol o es una mujer con follaje de árbol en la cabeza, una torre Eiffel muñeca, una torre Eiffel jirafa, la torre convertida en mujer de festivo vestido largo, la torre entre los amantes que se besan, la torre con el ángel detrás…

Pero el Román parisino quiere presentar en la ciudad rica de seculares tradiciones y rebosante de arte y cultura algo de sus tradiciones americanas. Y en la serie “Quiteñadas y torerías” -2000- se vuelve a los toros de su infancia pueblerina. Con goauche y tintas. Gouache acuarelado para trabajos de gran libertad de mancha y fino dibujo irónico. La cabeza del toro, por ejemplo, enmarcada en moldura neoclásica. O con evocaciones goyescas -el taurino fue tema que fascinó al maestro de Fuentodos-: “Por la puerta grande”, de fino claroscuro; el torero y la cenefa de figuras apenas dibujadas, contra la cuadrícula de verdes agrisados. Fue una serie teñida de nostalgias (los niños que juegan a toreros en “Gloria al toreo”) y nutrida de recuerdos (en que aparecieron personajes  de la tierra patria como Leonidas Plaza -cuan largo era, dando un pase a diminuto becerro- o Edgar Peñaherrera saliendo de la plaza hombros).

Y en el 2003 volvió al tema con “Tauromaquia”, en ejercicios de enorme libertad de trazo y mancha, de austera economía cromática -el rojo, el negro, los ocres-amarillos para la arena-. Con nuevas alusiones goyescas -un grupo tenso de vida junto al toro, escenas que se convierten en aquelarre sombrío- y conjuntos de gran plasticidad -como el colage del torero sentado de espaldas y el graderío con dibujo que se deshace en simples trazos nerviosos, más unos rojos ntencionados.

 

LA OBRA TOTAL

 

Román comienza en Quito el 200l una obra y la termina en París el 2003. En rojos. Formas que se deshacen, manchas que brotan con inusitada libertad, casi caótica. Un fragmentarismo al que apenas sueldan en unidad restos de antiguos esquemas compositivos y el dibujo.

Diríase resumir a un Román que, traspasada la plenitud de su etapa ancestralista, buscaba nuevas maneras de realizarse y de decir el mundo.

Todas las series alojadas de uno u otro modo en la mitopoética Axza axza XXIII habían significado indagaciones apasionadas del color americano desde sus fastos regios y obscuros rituales hasta sus supervivencias mestizas en artesanías, máscaras e indumentarias. Se había, además, enriquecido grandemente el repertorio de formas y se habían dominado nuevos espacios, sobre todo por el manejo de planos. Y el concepto había sido cada vez más claro, más penetrante: instalar en la contemporaneidad mito y magia americanos, con toda su carga de sentidos e iluminaciones de lo humano.

Todo esto había sido construir. Elevar edificaciones de sentido sobre cimientos largamente sentados. Ahora sentía el inquieto creador que era llegado el tiempo de la deconstrucción, tan de moda en Francia.

Entonces se da el artista a radicales libertades en forma y color, que rompen con el acabamiento del período postmanierista: libertades en el entintado -acrílicos (azules, rojos), algún óleo-, vehemencia cromática en otros casos -con especial fascinación por los rojos-, y el dibujo como si volviera a los comienzos.

Y en lo conceptual se trabaja en una nueva síntesis de lo europeo con lo americano. El artista mestizo, tan visceralmente arraigado en el mundo amerindio y a la vez deslumbrado por esa Europa de sabios y viejos refinamientos culturales en que vive, se siente en situación privilegiada para tentar esa síntesis.

Hay obras en que esta decisión de enfrentamiento de los al parecer contrarios se expresa en trabajar lo americano -formas fálicas, con plumas; formas telúricas- sobre pegados de afiches de la Opera de París y espacios en blanco vacíos.

La conjugación de esas libertades formales con esta decisión de síntesis hace sentir un movimiento hacia la totalidad. Pegados de afiches parisinos, el dibujo sabio ahora con nuevas vehemencias, el color violento y libre, los espacios y los blancos. Y, signos de ruta en medio del caos formal inminente, formas ancestrales amerindias y el color mestizo -esos azules prusias con manchas sígnicas, el rojo y el negro cargados por larga trayectoria de valores simbólicos.

Y en esta hora de totalidades el objeto cobra nueva importancia. Hojas, papel artesanal, papel de embalaje, telas viejas, chatarra y desechos hallados en las calles parisinas, afiches despegados de carteleras y muros.

Se acude a chatarra y otros materiales aun más prosaicos y hasta sórdidos, que imponen al cuadro la ruptura de la bidimensionalidad pictórica. No es ceder a modas y novelerías: es la obra que busca espacios y rupturas. Y quien maneja todo eso es el demiurgo americano: de la chatarra surgen nuevas máscaras, algunas de un hiriente grotesco contemporáneo; nuevos fetiches y tótems. Y vuelve la pluma a poner notas de color vibrante. Y sobre todo eso se mancha y se traza vigorosamente. Para completar esa remitificación del mundo contemporáneo hasta en lo más banal, sórdido y triste del consumismo.

Y, al romper la bidimensionalidad, se multiplican maquetas escultóricas que parecen reclamar el salto a la monumentalidad. En el Simposio de Santiago de Chile dará ese salto la maqueta surgida del cuadro “Variantes de la forma corazón”: el hombre hecho de corazones rojos, con la cabeza máscara.

Entonces, acaso más que de obra total, que resume el propio artista, debamos hablar de obra abierta a la totalidad, de obra totalmente abierta.

Testimonia esa apertura hacia la totalidad lo que en la obra de Román es aún solo proyecto: un arte de la naturaleza. El proyecto “Panecillo” sueña con una gran tarea multidiscplinaria que recupere la pequeña colina donde el Quito primitivo erigió su templo al Sol. Con varias recuperaciones, que irían de lo agrícola ancestral a lo ritual

Esta búsqueda febril de aperturas y totalidades constituye, sin duda, formidable reto y riesgo radical. Es el trabajador que ha acumulado laboriosa y concienzudamente sólida fortuna de formas para una penetrante y desolada visión del mundo y la apuesta entera a un sumirlo todo en convulsos comienzos y horizontes que son pura apertura.

Pero Nelson Román ha amado siempre el arriesgarse. Y el éxito de todas sus grandes aventuras pictóricas -que este ensayo, a largos trancos, ha recordado- le ha hecho confiar en los poderes de su arte. De su dibujo penetrante, de su color rico de resonancias, de sus sabidurías para componer, de su magia para convocar a sus ceremonias visuales lo viejo y lo nuevo, lo consagrado y lo excomulgado, lo bello y lo feo, lo lleno y lo vacío, lo propio y lo ajeno, el detalle precioso y la totalidad abierta.

 

Alangasí, en el Valle de los Chillos, 29 de junio de 2004

 

[1]  Ramiro Jácome  Durango, “Los cuatro de la Ronda” en Hernán Rodríguez Castelo, Iza, Jácome, Román, Unda, los cuatro mosqueteros, Quito, Fundación Cultural Exedra, 1993. p. 59

[2]  Véase sobre este movimiento en el que nuestros jóvenes artistas, como todos los creadores  con inquietud social y política, participaron de uno u otro modo: Hernán Rodríguez Castelo, Revolución cultural, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1968

[3]  Hernán Rodríguez Castelo, “Inquietud y búsqueda  en muestra de Unda y Román”, “El Tiempo”, Quito, 16 de marzo de 1969

[4]  Benedetto, Román, Unda. Abril 1969. Museo de Arte Moderno, Bogotá. Catálogo. Hay mucho de discutible en este texto crítico. Lo primero, la opción no era entre lo guayasaminiano y lo antiguaysaminiano -como dice Marta Traba, obsesionada por Guayasamín-, sino entre la poética del Realismo Social -muchísimo más rica y variada que Guayasamín- y la nueva de los precolombinistas; lo segundo, el aporte mayor del Román y Unda de esta hora era el dibujo, en el que pesaba más Benedetto -y acaso Cuevas- que Viola. Y en el dibujo ecuatoriano de este momento había figuras importantes. Como Cifuentes y Muriel a los que la propia Marta Traba llevó a exponer en Bogotá. Y no menos discutible lo del color en la pintura ecuatoriana, que había evolucionado hacia un sensible enriquecimiento. Si lo citamos es tan solo por lo que pesó en este momento en la trayectoria de Román.

[5]  Jácome, texto cit. en la nota l, p.57

[6]  “El Tiempo”, Quito, 2 de agosto de 1970

[7]  En “El Tiempo”, Quito, 8 de octubre de 1971

[8]  Hernán Rodríguez Castelo, “Oficio maduro e inquietud abierta y rica: Nelson Román”, “El Tiempo”, Quito, mayo de 1975

[9]  Hernán Rodríguez Castelo, “Nelson Román”, Revista Diners, l, Quito, marzo 1980, pp. 47

[10]  Texto reproducido  en Hernán Rodríguez Castelo, “Nelson Román más que el Mariano Aguilera”, Microensayo, “El Tiempo”, Quito, 27 mayo 1978

[11]  Que la hizo la Dra. Inés Flores. Para el hermoso catálogo escribí un largo ensayo titulado “Arte sacro contemporáneo del Ecuador”, que dio título a la publicación. A Román le dedico espacio en el apartado “Entre el feísmo y la magia”,p. 35. Arte sacro contemporáneo del Ecuador, Guayaquil, Museo Antropológico y Pinacoteca del Banco Central Guayaquil-Museo Arqueológico del Banco del Pacífico, 1985

[12]  El Quijote en el arte ecuatoriano, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, 2004

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