Una pequeña antología del Quijote

Multiplícanse por el mundo hispanoamericano actos conmemorativos de la aparición, hace cuatro siglos, de El ingenioso Hidalgo don Quixote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, que acaeció en Madrid, en los primeros días de enero de 1605, cuando salió de las prensas de Juan de la Cuesta, modestísimo impresor segoviano, y comenzó a venderse en casa de Francisco de Robles, librero del Rey.

Y las artes visuales se han unido a esos homenajes a novela que como pocas en la literatura universal ha incitado a los artistas por su soberbia visualidad. España anuncia la exposición en Quito de una muestra de reproducciones de ilustraciones del Quijote del siglo XVIII y comienzos del XIX. Será, sin duda, pequeñísima parte de de la enorme cantidad de ilustraciones que la gran obra ha merecido en el mundo, desde las láminas del álbum quijotesco más antiguo, el parisino de Jacques L´Aignet -que data de por 1640-, y las de autor anónimo de la primera edición inglesa de la obra, que apareció en Londres, en 1667. ¡Qué exposición gigantesca y enormemente sugestiva por sus variaciones en torno a unos mismos personajes y sus andanzas por caminos y ventas y cortes ducales sería la de todas las ediciones ilustradas del Quijote que se han hecho! No sé si alguien ha arremetido o se atreverá a arremeter alguna vez con tamaña empresa iconográfica!

Se ha pensado en una contraparte a la muestra traída por España: el Quijote visto por artistas ecuatorianos del siglo XX. Y es la que abre el Centro Cultural “Benjamín Carrión” y estas página introducen.

El paisaje ha sido incitación permanente y fuerte para nuestros artistas, y se ha pintado mucho paisaje, algunas veces por maestros, de modo original y vigoroso -Pedro León, Luis Moscoso, Guerrero, Andrade Faini, el Guayasamín de los Quitos, Viteri, Pilar Flores, Carlos Ashton, Fanny Eugenia Moscoso, Julio Montesinos, Guerra; los acuarelistas, por supuesto-. El Qujote no aparece como incitación en el horizonte de nuestros artistas, con rarísimas excepciones.

Y, cuando el quinto centenario plantó en el horizonte de todos los americanos pensantes y sintientes el hecho divisorio de la historia, los artistas se fueron casi todos por el lado de lo indio. Pero hubo quienes volvieron los ojos hacia lo hispano que, como se quiera y aunque no se quiera, es el otro  compuesto de nuestro ser mestizo -que es lo que los americanos somos.

En el Ecuador, el caso más notable de ese enfrentamiento con lo hispano en territorios del arte fue el de Carlos Catasse. Inició en vísperas de esos días centenarios tensos de ajustar cuentas entre esos dos mundos un retablo de telas abstractas que llamó “La Serie del Quijote”. Con su  certero y vigoroso informalismo, hecho de descomponer los motivos en elementos casi geométricos y volver a recomponerlos más allá de la figura -que queda reducida a elemental esquema inicial, a somera señal de ruta-, en juegos formales ricos de tensiones y exactos de equilibrios cromáticos, logró imágenes poderosas de lo español, con sus sombras y luces, lo mismo la España sombría de los Autos de Fe de la Inquisición que la aventurera, altiva y heroica. Y la primera tela de la Serie fue, significativamente, el Quijote. Un ícono abstracto, que en su severo hieratismo, con algo de monumental, sugiere caballero y cabalgadura, en su salir a una llanura manchega ancha y abierta -insinuada en una línea de horizonte, con cielo arriba y tierra abajo, en el breve espacio que deja al lado derecho la gran figura central. La obra podrá admirarse en esta pequeña pero interesantísima muestra temática.

También Ramiro Jácome respondió a estos retos del quinto centenario con obra importante de su personalísimo neofigurativismo, entre lo grotesco y lo mágico o iluminado. Y dentro de ese espíritu e intención pintó en 1994 “El Qujote y Sancho”, que ha llegado como pieza fundametal de la presente  muestra. Su característica deformación de la figura confiere a los dos personajes -don Quijote y su inseparable escudero- severo hieratismo y el color crea un clima iluminado -como las enfebrecidas empresas caballerescas de ese andante rezagado-: los grises de rico tratamiento -en verdes, cerúleos, rosas- contrastados con los ocres cálidos de cielo y llano. Y el amarillo del sol que une las dos cabezas, símbolo de tanta cosa luminosa y cálida como vivifica la inmortal novela.

No ha habido entre nosotros una tradición de ilustraciones del Quijote. Y ello por un simple y obvia razón: porque casi no ha habido ediciones de la famosísima novela, y si se ha hecho alguna no ha sido con el vuelo de esas grandes ediciones que se esmeraron en confiar la parte gráfica a dibujantes y grabadores prestigiosos. Lo que podía florecer de un enfrentar a nuestros grandes artistas con el tema quijotesco pude experimentarlo cuando pedí a Nelson Román un dibujo que fuera una suerte de imagen emblemática, casi un “ex libris”, para mi pequeño libro Por los caminos del Quijote. Lo que fue un Quijote caminando por el mundo mágico mítico del gran artista puede verse también en esta muestra. Contra un fondo obscuro, hecho de textura lineal finísima se destaca, resuelto en nerviosos trazos breves, el caballero, alado como sus imaginativos lances. Rocinante está vendado: los caminos del andante no son los de la simple naturaleza; son lúdicos y casi burlescos. Como el mono que sobre la cabeza del caballo parece avisorar los caminos de estas singulares andanzas.

Este dibujo hace que echemos de menos grandes ediciones ecuatorianas del Quijote iluminadas por nuestros mayores artistas. Porque en el arte ecuatoriano de la segunda mitad del siglo XX hay estupendo dibujo; dentro de los peculiares modos de cada uno de esos artistas, penetrante, original, libre, plástico -Schreuder, Tejada, Kingman, Mena Franco, Galecio, Muriel, Cifuentes, Viteri, Coello, Villa, Ricaurte Miranda, Bazante, Villafuerte, Román, Jácome, Viver, Zúñiga, Zapata, Celso Rojas, Pilar Bustos, Cabrera, Varea…

De esos grandes dibujantes, uno de los mayores está presente en la muestra con cinco tintas quijotescas, parte de una serie: Osvaldo Viteri. Presiden esta pequeña selección del maestro dos quijotes ecuestres, altos y flacos, desgarbados, grave y tranquilo el uno, exaltado el otro, que, sin escudo ni lanza ya, parece saludar al sol. Dos caras del símbolo universal plasmadas con el trazo plástico más sugestivo que descriptivo, siempre en trance de hacerse y deshacerse, siempre incitando a un ver el motivo sin perder de vista las ricas y personalísimas calidades del dibujo, característico del gran artista.

Esta pequeña muestra antológica se abre de modo estupendo: con una pieza del artista que, sobre la divisoria de siglos, inaugura el XX de nuestra pintura, Joaquín Pinto. Dos veces, que yo sepa, el tema quijotesco requirió al gran artista quiteño. Es una pena que -por algún inconveniente de los museos de la Casa dela Cultura, que lo guardan- no esté en esta muestra su “Don Quijote y Sancho”. Pero está el otro trabajo quijotesco, ese cuadro famosísimo que el maestro tituló “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”. El Quijote  es García Moreno, que, salido a cabalgar en busca de desfacer entuertos, ha dado con uno frecuentísimo en sus primeros tramos de reformador apasionado: el fraile juerguista y ebrio, y lo ha cargado, con guitarra y todo, al anca de Rocinante. Este nuevo Quijote cabalga, como en la novela montalvina, por el paisaje ecuatoriano andino, que Pinto resuelve con sus hondos horizontes, logrados con fino manejo de las medias tintas, y con composición equilibrada. Estas visiones qujotescas son costumbrismo en su más alta expresión, con sutil recurso a técnicas impresionistas.

Sugestivo tender un puente -de todo un siglo- de Pinto a otro artista que en buena parte de su obra ha pintado el mismo paisaje, aunque con pincelada o espatulada enérgica, y en sus mejores trabajos se ha desprendido de un realismo fotográfico a visiones mágicas y resoluciones en un límite entre impresionismo y expresionismo: Mario Ronquillo. De Ronquillo la muestra ofrece dos imágenes quijotescas. En la una hace surgir de un juego libre de trazos cromáticos la figura -en ricos blancos y grises- del caballero, de lanza y escudo, con un Sancho -en rosas- detrás de los ímpetus acerados y lívidos del Caballero de la Triste Figura. En la otra tela (que lleva el número l de una “Serie del Quijote” y se titula “Su sueño”) el contraste se entabla entre los blancos agrisados distintivos del caballero, en figura apenas insinuada, y los cálidos de Maritornes , cuerpo femenino que con sus carnaciones y sus voluptuosas curvas se ofrece al más casto y enamorado de los caballeros andantes como la tentación de la vida y la carne reales. La rica y libre pincelada sume las dos figuras en clima aborrascado y tenso.

Mucho más libre y violenta la neofiguración de Luigi Stornaoilo, y así sus dos visiones del Quijote, un grabado y un acrílico. Es el grabado, en el estilo alucinante y alucinado del artista, visión de la insania a la par exaltada y grave que creó magistralmente Cervantes. De la tormenta de trazos cromáticos se destacan, reconocibles, un ojo, iluminado y como extático, y una mano sarmentosa, puesta acaso sobre la crin de Rocinante. La otra obra, el acrílico, dentro de la gran libertad formal del artista, es más figurativa y resulta una vigorosa interpretación de la locura del caballero, cuyos trazos cadavéricos están cercados por bermellones calenturientos.

La tela de Rafael Díaz -el joven, el de Urcuquí- acaso no sea don Quijote, ni Cervantes. A mí se me insinúa más quevedesca. Pero nos vuelve al tiempo y mundo quijotesco y cervantino. Y lo hace con deliciosos toques irónicos: la boquilla para el cigarrillo y, sobre todo, el banano que el personaje guarda en el bolsillo del pecho, sin perder un ápice de su gravedad. Que es precisamente una de las claves de la peremnidad siempre  seductora de la inmortal novela: lo heroico conviviendo en tensa paz con lo grotesco, lo más noble y grave alternando incansablemente con lo exaltado y loco. Todo eso está dicho con esa burla aguda -en casos cruel; aquí no- que caracteriza las obras mayores de este importante artista joven.

Completan la parte pictórica de la muestra dos piezas al parecer menores pero sugestivas ambas.

Es la una un grabado de Marcia M´Grath -la artista en ese año, 1968, llevaba ese apellido, el del esposo, según la costumbre sajona; más tarde, a lo que entiendo, cambió el apellido y le perdimos la pista-. Hizo Marcia a finales de los sesentas excelentes muestras de grabado y la pieza acá traída procede de una de ellas. Es el Quijote de los sueños de un niño. Caballero en manso jamelgo sueña cabalgar, lanza en ristre, fogoso Rocinante, frente a castillo de torres almenadas. Son dos planos resueltos, con gran dominio, al aguafuerte el del fondo fantasioso y a la aguatinta el real del primer plano.

La otra pequeña pieza es una pintura sobre papel de uno de nuestros más interesantes primitivos: Dilo Camino. El ambateño llegó al arte desde la industria textil. Algún día, al voltear la década de los sesentas, resolvió que con esas tintas industriales podía pintar cuadros. Y comenzó a hacerlo, sin academia ni cánones, con una libertad que muchas veces cuajó en deliciosas visiones mágicas. En los setentas se interesó por el motivo histórico, visto con algo de cuento, fábula, mito y maravilla. ¿Fue por esos años cuando pintó su Quijote? Acaso un poco antes, cuando experimentaba con el petróleo-color. Su Quijote fue meditabunda figura obscura, que cabalga por alucinante mundo de color, dominado por calenturientos rojos y alucinados amarillos.

Completa la parte bidimensional de la muestra el trabajo que más se acerca a la ilustración, con buen manejo arqueológico del vestido y arreos caballerescos, peto, escudo y la célebre bacía de azófar que para el loco caballero era nada menos que el yelmo de Mambrino. Por rostro y talante es más Alonso Quijano que el andante don Quijote. De formato generoso, bien pintado, el trabajo de Patricio Palacio es buena muestra de ilustración con calidad y sin pretensiones de creatividad. De hecho ilustró muy dignamente la portada de Alfabetario de Hugo Jaramillo.

Y tiene esta pequeña muestra escultura.

Una primera pertenece a Luis Virakocha, el mayor de tres hermanos que heredaron de su padre el amor a la piedra y el oficio para trabajarla. En la pieza acá traída                       Luis Virakocha hizo emerger de un pequeño bloque granítico un rostro de ensimismado quijotismo, y la piedra pulida de esa faz mostró en el negro billante estrías de un ocre bellísimo. Fijó la noble cabeza en una varilla de hierro y la sentó sobre base de bella piedra ocre rica de vetas y manchas obscuras. La pequeña escultura cobró la fascinación de esas bellísimas piedras andinas.

 

Las otras dos piezas escultóricas son de Mauricio Suárez-Bango, el artista guayaquileño que con mayor sentido ha trabajado entre nosotros móviles de diversos materiales -con sugestivo móvil de bambú, que evocaba Hiroshima y así se titulaba, ganó, en 1983, el premio del Salón de Vanguardia “Vicente Rocafuerte”-. Una de sus dos pequeñas esculturas es, precisamente, un móvil: al menor toque el Caballero de la Triste Figura gira y se bambolea, como si estuviese en una de sus más calenturientas aventuras. ¿El material? Como si recogiese de la inmortal novela el humor y la burla de las caballerías, un tenedor. El corriente y modesto útil de mesa. Y escudo y  capacete, dos monedas. Todo, pues, ordinario, menos el vuelo imaginativo y desenfado lúdico del artista, que por largo tramo trabajó deliciosas piezas con sus tenedores. La otra pequeña escultura es otro tenedor, aunque sin la levedad del móvil.

 

El cuatricentenario de la obra literaria fundamental de la lengua y la más honda cala en lo que españoles e hispanoamericanos somos se cumplirá el próximo enero. Entonces será la fiesta entera, de la que muestras como la presente son adelanto y anuncio. Siento que para muchos de nuestros mayores artistas tan sugestivo anuncio removerá sus limos quijotescos y, al calor de nuevas lecturas del libro inagotable, para la hora centenaria el retablo de la iconografía quijotesca ecuatoriana tendrá nuevos paneles, tan iluminados y penetrantes como los que aquí, con más espíritu quijotesco que tiempo y holgura se han reunido.

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