Una nueva muestra de Betancourt

 Miguel Betancourt sigue ahondando en motivos y materiales.

El motivo fundamental o elemental en esta nueva muestra es el árbol.. El árbol, que fue lo que quedó de naturaleza en alguna obra tan dramática en su juego de rupturas formales como “Del  monte en la ladera”; el árbol, que integró en su vida natural las construcciones de cultura del gótico en la brillante serie “Selvaojival”.

El árbol es ahora eje compositivo:el eje vertical y las transversales de tamaño decreciente hacia lo alto, en triángulo.

Del árbol, dominando el espacio de la tela, erguido sobre rojos, penden, encoladas, huellas de la sociedad de consumo, a modo de antinaturales frutos de inerte redondez.

O es el árbol que pone límites de naturaleza al frenesí cromático del arte.

Otras veces el árbol se adelgaza hasta convertirse en eje vertical de obras alargadas, y en su torno florecen, en ejecución nerviosa, libre, hechuras humanas geometrizadas, deconstruidas y reconstruidas. Y se llega al juego en que el eje vertical arbóreo apenas se distingue por entre el construir con la casa rural reducida a formas geométricas, o a ese eje también geometrizado hasta convertirse en barra rígida, casi mero divisor de espacios.

Y de esa verticalización de lo arbóreo se pasa al tótem, con paso que es el que dieron los primitivos artífices que convirtieron troncos en representación cifrada de lo mágico o lo mistérico. Hay en este paso del árbol al tótem toda una cantera a la que el artista, me parece, apenas se ha asomado.

Pero el tótem, aunque mágico, inerte, recupera su fuerza de naturaleza viva en finas hojas de un rojo luminoso, en una suerte de homenaje cálido, al maíz, planta sagrada.

Importa notar otras variantes compositivas, como los dos ejes en cruz, en cuyo entorno juega la libertad a fraccionar, estilizar, componer. Y, sobre todo, pintar. O la libertad, que se extiende a lo compositivo y, prescindiendo de formas rectoras o ejes, se lanza en libre busca de ritmos y equilibrios. Y, en unas grandes cartulinas, crea climas para alojar formas míticas en ejercicio de extrañas liturgias provenientes, con su movimiento de danza ritual, de viejas culturas ante las que el artista se deslumbró.

Otra gran constante de la muestra -y de muchas obras anteriores- es el soporte: la arpillera o cáñamo.

Siéntese que al artista le fascina pintar sobre esos elementales tejidos. Por sus posibilidades texturales; por sus connotaciones de cosa recia, popular, con algo de tierra nuestra.

A tanto llega esa fascinación que en ciertas obras hay lugares en que la arpillera aparece intacta, con sus ocres primitivos.

Y cuando pinta, sobre la arpillera los colores fuertes y las formas recias del artista cobran calidades especiales, personalísimas. Situadas, por las calidades mismas del soporte, en una ladera muy distinta de otra, más sutil y estetizante, por la que se movió en etapas anteriores.

Por fin, para entrar en posesión de los instrumentos para ver este momento de Betancourt -que responden a los que él empleó para organizar y realizar sus creaciones- hay que atender al colage. El colage en estas obras es la irrupción del mundo exterior en la silenciosa soledad del taller: el mundo  decantado en la noticia, el titular, el periódico al que el pasar de los días ha vuelto amarillento, envejecido como lamentable momia.

No ha dado mucho espacio a esas trivialidades en sus conjuntos libres y ricos el artista, y apenas si la condición misma de alguno de esos pegados hace que el espectador se asome a esa cara turbia y hasta sórdida del mundo de que el arte busca liberar al existente humano. Hay drama en esta pintura de Betancourt; pero es un drama más fuerte, cifrado en formas pictóricas, con esa polisemia que es privilegio de la expresión artística.

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