Jaime Garcés: nueva incursión en el paisaje y la naturaleza

Resulta fascinante la historia del paisaje en la pintura ecuatoriana. Y es un sueño que ojalá algún día se me cumpla hacer El gran libro del paisaje en la pintura ecuatoriana, un poco en la línea del  que hice ya para el desnudo: El gran libro del desnudo en la pintura ecuatoriana del siglo XX. En la «geografía» del cuerpo el desnudo femenino es el más hondo, bello e incitante paisaje.

Esa historia del paisaje en la pintura ecuatoriana no comienza, como alguna vez escuché a alguien, con Church. Con él, eso sí, arrancó un nuevo jalón. Porque el norteamericano Frederick Church, nacido en 1826, incitado por las descripciones que Humboldt hiciera de nuestras montañas, se vino a nuestra tierra y, deslumbrado por esa grandeza y belleza que desbordaban soberbiamente lo escrito por el sabio prusiano se entregó a pintarlas, realizando grandes telas que actualmente son la ufanía de importantes museos del mundo.

Y abiertos esos horizontes artísticos de luz y atmósferas, de certera cromática y encaprichado oficio, a ellos se volcaron grandes pintores ecuatorianos: Martínez, los Mera, Troya, Honorato Vásquez…

Pero atrás quedaba paisaje. Comenzando por  los que pintó el genial Miguel de Santiago, que, en los cuadros sobre milagros de la patrona del templo, trabajados de encargo para la sacristía de Guápulo, se interesó mucho más por el paisaje que rodeaba esos hechos fabulosos y procesiones y rogativas, que  por las milagrerías mismas, y con un paisaje sombrío de certera mancha impresionista anticipó al Goya negro.

En el largo y rico retablo de ese paisaje se ha tallado un nicho propio Jaime Garcés, nacido en la tierra de esos grandes paisajistas que fueron Martínez y los Mera, Ambato.

Porque para él el paisaje no ha sido epidérmica impresión  cuasi fotográfica, ni ejercicio de fácil  y alegre decorativismo, sino un mundo que invitaba a penetrar en él a caza de extrañas iluminaciones, de silencioso misterio y de los más extraños hallazgos visuales.

Empecinado en incansables incursiones en el paisaje ha ido cobrando piezas memorables. Como que la naturaleza, tras incitarlo sostenidamente, se le ha ido entregando cada vez más.

Y así, en la incursión presente, nos hallamos ante la recreación de la naturaleza. Que da en su naturaleza: esos blancos conjugados con azules de «Mata en azul» o el florecer de azules de «Viento en azul». O los misterios del azul profundo de mar y cielo de sus marinas.

Y Garcés ha llamado cada vez más a la luz en auxilio de sus empresas de paisaje y naturaleza. La luz, desde hace mucho, es el demiurgo de los paisajes más extraños e incitantes -piénsese en el gran Luis A. Martínez-. En esta muestra nos seduce la luz enigmática y profunda del hermoso «Atardecer en lluvia» -óleo de empaste sabio- o la de telas de paisaje marino como el «Atardecer marino».

Y el juego con la luz llega a ese paisaje de recuperación de los verdes graves de los páramos, contra la cenefa de cielo blanco de la luz anunciada, indecisa, del crepúsculo de «Cordillera oriental».

Y la luz puede sumergirse en el paisaje, traspasarlo honda y silenciosamente, para plasmar lo mistérico de los dos «Profundidad de mar».

Y la luz es la clave de la atmósfera de «Intuición 1», con sus verdes derivando a azules.

Tres rasgos de la pintura de naturaleza de Jaime Garcés destaqué  en mi Nuevo Diccionario crítico de artistas plásticos del Ecuador del siglo XX: el ritmo, los juegos cromáticos y el llegar casi a territorios de abstracto. Los volvemos a hallar en esta nueva jornada del artista.

El ritmo: la riqueza de «Flores y hojas al viento» cobra unidad por el equilibrio de ritmos.

La naturaleza, desde los al parecer caóticos conjuntos de las selvas hasta en el más humilde rincón de un potrero, luce fascinantes juegos rítmicos. Para quien, pintor o no, sabe verlos. Garcés sabe verlos. Los siente y ello da ricos equilibrios a sus cuadros de hojas, ramas y flores.

El color. La naturaleza ha enseñado al artista sabidurías cromáticas. Los cálidos de «Vientos», ricos hasta la lujuria, realizados con desate gestual. Y el color de sus flores, ese color que, conjugado con la forma, logra un clima de misterio.

El abstracto. El abstracto es ya pura pintura. Sin apoyatura alguna en la figura. En el caso de un pintor del paisaje y la naturaleza, como es Garcés, el abstracto se realiza en las fronteras mismas de la captación del motivo de naturaleza.

Y así son casi pintura abstracta los juegos de verdes con pretexto vegetal de las dos telas «Profundidad del mar».

Y están en pleno abstracto ya «Resplandor en Marte» o «Resplandor en Venus», estudios, el uno en cálidos -con un naranja dominante-, el otro en fríos -verdes apenas iluminados de amarillo.

Hace falta decir algo más. Al parecer tan prosaico como lo aritmético, pero en nuestro caso con más de heroico que de prosaico: el tamaño de estas obras. Salvo contadas de formato menor, son de un metro por un metro cuarenta centímetros o de proporciones semejantes. Estos formatos generosos abren ante el artista espacios que constituyen casi un desafío. Sobre todo para el trabajo matérico. Pero, a la vez, le permiten grandes libertades. Para la mancha, para el brochazo o la pincelada. Ensanchan sus horizontes. Y, si está ante el mar, como ha sido el caso de muchas de estas marinas, siente el artista que esos son espacios del lienzo que de algún modo, aunque siempre pequeño, pueden atreverse con el inmenso motivo.

Vuelve Jaime Garcés a hacernos vivir cuanto el paisaje y la naturaleza tienen de hermoso, de hondo, de rico de vida recóndita y de plenitud fecundante. Todo ello lo necesita ahora con más urgencia que nunca nuestro artificial, superficial y casi desquiciado tiempo de la máquina, las cuentas y el comercio, las prisas y los plazos, y agobiante cuadro de alienaciones y tensiones.

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