Franklin Ballesteros: libro y retrospectiva

Dicho en la Casa dela Cultura «Benjamín Carrión», Núcleo de Tungurahua, el 20 de mayo de 2011.

Retrato de HRC realizado por Franklin Ballesteros.

EXORDIO

(Para eso que los viejos -y sabios- retóricos decían «captatio benevolentiae»; aunque, en este caso,  no de todos…)

 

Profunda emoción me causa siempre venir a esta feraz comarcade la patria. Pródiga en frutos de la tierra, pero también en varones de altas virtudes humanas y en maduros logros de letras y arte.Pero esta vez esa emoción ha recibido nueva inyección: veo en un mapa de la patria dividida esta provincia con estas cifras: por el NO 54, 2; por el SÍ 35,9. Leía, días atrás, una nota de prensa que proponía causas económicas para esta victoria del NO. Me pareció un razonar fenicio.Las razones más profundas y por ello más verdaderas son de dignidad y amor a la libertad. Dignidad: el pueblo ambateño no cambia votos por borregos. Y, en cuanto a colchones, sabía yo de un ambateño que proveía de colchones a los norteamericanos… Y la libertad. En esta tierra se respira el aliento huracanado, soberanamente libre, de Montalvo, y cuanto él dijo del tirano Veintemilla, está vivo, palpitante, actualísimo para cualquier proyecto de tirano.

Ahora resta que quienes representan a este pueblo altivo, amante intransigente de la libertad, recuerden en la Asamblea nacional que una gran mayoría de tungurahuenses se pronunciaron por la libertad de prensa -esa que fue el clima que hizo posible un Montalvo, un Vela, un Mera, un Cevallos, un Luis A. Martínez- y por una justicia independiente del poder ejecutivo, que ponga freno a abusos dictatoriales y venganzas de pequeños tiranos, y exija cuentas a dilapidadores, a clientelares pródigos y a quienes medran desvergozadamente con los dineros del pueblo.

 

Y AHORA SÍ A LO QUE VINE

En esta visita mi emoción se tiñe de amistad y afecto a un noble ser humano, y está nutrida por el aprecio que me merece su creación de largos años que orna estas paredes de la Casade la Cultura y se ha reunido en libro.

Del libro he sido parte.Pequeña parte.Pero Franklin Ballesteros, que es  el personaje  que aquí nos ha congregado, me ha honrado poniéndolo a mi nombre. Y ha insistido en que en ese listado de mis libros -curiosa lista que volteó ya el centenar- ocupe un lugar. Y allí está ya: 106:MANUELA SÁENZ; 107, BALLESTEROS.Y,al momento de escribir estas líneas, me llega, editado por  la Universidad Técnica de Loja, para su maestría en literatura infantil, el libro 108: HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL.Y está publicado ya también, porlaafamada Universidad lojana, HISTORIA CULTURAL DE LA INFANCIA, que sería el 109.Me complace dar estas primicias de libros aún no conocidos en esta ciudad que, tras las luminoss huellas de Montalvo, Mera y Cevallos, es una ciiudad de libros.

            Mi ensayo que abre el libro, tras rápido preámbulo, se instala en la acuarela: «Pero es en la acuarela -sienta- donde Franklin Ballesteros se impondría como uno de los mayores cultores del género en el siglo XX del arte ecuatoriano». Con una producción tan sostenida por décadas y sostenida con tan variadas, tan finas y tan ricas calidades solo conozco otro caso: César Tacco.

En 1945 se abrió una muestra de acuarela de Leonardo Tejada, en Quito, en el Instituto Británico. Varios de los artistas de esa briosa generación pintaban a la acuarela. Pero montar toda una exposición individual de acuarela resultaba insólito.Para inaugurarla se acudió a alguien que había visto mucha acuarela en Europa y Estados Unidos: a la inquieta periodista Lilo Linke. Y ella comenzó por una justa ponderación de lo difícil de la técnica:

Bien se sabe que la acuarela es un medio difícil de manejar. Requiere un ojo rápido y una mano segura capaces de alcanzar la perfección al instante.Lo que falló la primera vez, falló para siempre. No cabe rectificación ni remiendo y para el logro de una obra determinada no está abierto el camino vacilante de experimento[1]

Y la autora sometía a criba acuarelas, para desecharar como paja las malas, y dar como grano esas que habían logrado las calidades propias de esta manera de pintar, al parecer tan fácil, pero en realidad tan complicada: la transparencia de tonos, luminosos y delicados a la vez; su frescura; su limpieza.

Lilo Linke, viajera de rica cultura, no era seguramente ni especialista en arte ni crítica de oficio. Se quedó un poco corta en el señalamiento de cuanta calidad distingue la gran acuarela de la ordinaria y, por supuesto, de la insatisfactoria.

La señora Linke había visto, eso sí, grandes acuarelistas. Sobre todo, el que para mí es el más grande, el prodigioso revolucionario de la técnica, el inglés Turner. Y ensayó breve recorrido desde ese grande hasta la acuarela intelectual de Paul Nash. Y se volvió al Ecuador:

En el Ecuador pocos pintores han prestado a la acuarela la debida atención. Parece que existía en la mayoría el prejuicio en otras épocas propagado también en países como Inglaterra y los Estados Unidos de que la acuarela servía solo para las pinturas de «niñas bien educaditas». Acaso la influencia francesa con su casi exclusiva concentración sobre el óleo y el dibujo era demasiado fuerte, o que simplemente faltaba el estímulo necesario en forma de la enseñanza paciente y del modelo de alta categoría.

Se le escapó a Linke -extranjera al fin- que en el horizonte del arte ecuatoriano había ese «modelo de alta categoría» que reclamaba: era Joaquín Pinto.

Pero mostró estar al tanto de los artistas ecuatorianos de primera línea que prestaban atención a la acuarela. Tejada, por supuesto, a quien veía como «el primer acuarelista del Ecuador», pero también Pedro León, Eduardo Kingman, Oswaldo Guayasamín. Talvez por lo parco de su producción y el ningún cuidado que puso siempre en mostrarse no conoció tampoco a ese finìsimo acuarelista que fue  Nicolás Delgado.

Cuando todo esto sucedía en Quito, un pequeño ambateño llamado Franklin Ballesteros cumplía cinco años.

¿Cuándo vio por primera vez una acuarela?

Es pregunta que, parece, se nos escapó a cuantos nos hemos interesado por el acuarelista. Pero resulta de decisiva importancia: acaso ver esa acuarela habrá sido relámpago que iluminó fascinantes territorios que se abrían ante esos poderes de artista que leudaban silenciosamente en él.  Pero hay otra pregunta, al parecer más complicada, que, sin embargo, tiene respuesta sencilla: ¿Por qué comenzó a pintar a la acuarela?

Con una primera caja de crayones, a sus tempranos nueve años, da con el secreto de convertir el paisaje en manchas o zonas de color puestas a dialogar entre sí -por contrastes o por continuidades- para recrear en la pupila del espectador lo que el artista vio.

Ha fechado ese primer trabajo fundacional de una manera de ver que lo iba a conducir al futuro ejercicio acuarelístico: 5 de octubre de  1949. El motivo: «Cocha de los sapos.Patate».

Diría que ese temprano trabajo abre el libro, en cuanto libro de arte.  Y lo hace con una noticia de deliciosa ingenuidad, conmovedora por lo que nos acecha detrás: «Crayones donados por la UNICEF en el terremoto del 5 de agosto de 1949».

En una tierra desolada, herida por la fuerza telúrica, el pequeño de nueve años ha recibido de la copiosa y generosa ayuda internacional una cajita de crayones.

Y, aquí esta lo maravilloso, esa cajita ha sido la varita mágica con poderes para transformar ese pedacito de cartulina de 22 por 31 centímetros en obra de arte.Con resonancias del tremendo acontecimiento que había desquiciado la existencia de los ambateños: desde el cielo con nubes cenicientas hasta la tierra con algo de convulsa.

Y recoge el libro otras pinturas de ese año -seguramente hubo muchas más-. «Río Patate» nos trasmite lo que vio el p equeño artista en una de las zonas más heridas por el sismo.

Y hasta ensayó algo especialmente difícil para un principiante: la figura humana: un «Sembrador» doblado sobre la tierra, empeñado en sembrar una plantita en la tierra yerma.

Pero estos trabajos no son acuarela. Son una realización más espesa, de zonas cromáticas cargadas de materia, con trazos fuertes que se montan sobre superficies ya pintadas, con ciertos delineados propios de quien no se siente aún seguro como para resolverlo todo conaplicaciones de color.Lo que sí anuncia al acuarelista es lo enérgico de ciertas rápidas imprimaciones: los verdes y azules y grises de «Río Patate».

Y entonces el libro nos hace dar un salto: casi diez años para tener acuarelas. El salto es en el libro al 1958 y 1959; en mi ensayo, a 1961. Porque quise saltar hasta caer frente a una acuarela de maestro: «Tigualó grande». Colores intensos. Subrayados obscuros para las tejas. De sombríos blancos la torrede la iglesia. En conjunto de gran solidez y riqueza. Es decir que, sin traicionar las levedades y transparencias de la acuarela, el artista se ha atrevido a fijar en la cartulina lo obscuro y denso. Todos los sentimientos que experimentamos ante esos pueblos de la serranía que conjugan envejecimiento con vida, desolaciones con calidez. Esta no iba a ser una acuarela fotográfica ni una acuarela decorativa. Iba a ser honda, iluminada, vibrante de recóndita emoción ante el paisaje.

Pero, dado el salto, volvemos la mirada atrás. 1949-1961: de nueve años a los veintiuno. Para el espíritu del historiador, hecho a curiosear intimidades de sus biografiados, ¡cuánta interrogación para esos años!

Franklin ha estado, por supuesto, en la escuela: «Centro Escolar Ecuador». Y, como nuestra cacería no pierde de vista al artista, destacamos que en 1953 ha presentado obra en una exposición colectiva de ese centro.Ha pasadoal Colegio Bolívar y en 1954 ha participado en una colectiva del plantel.

El artista parece haber atendido a estas curiosidades y al final del libro nos ha mostrado dibujos de estos años escolares: un Cristóbal Colón, un Magallanes, un Almagro, un Pizarro. Fechados: 1952. VI grado. Ya se le habían acabado los pasteles, se ve, y aún no conseguía sus primeras acuarelas. Trabajaba con una modesta caja de lápices de colores que le servían para iluminar levemente lo dibujado y se movía entre la copia de modelos y ciertos toques personales, como las miradas. A ese mirar confiaba la vida de ese visionario de rutas por los mares que fue Magallanes.

Y algo más tarde lo hallamos ya arrancando color con su pincel humedecido de la acuarela. Pero está muy metido en las rutinas escolares como para entregarse a esa técnica, que busca el aire libre y la naturaleza. Para el joven Ballesteros la acuarela no es aún aventura de descubrimiento. El se ha empeñado en dibujar a sus compañeros y profesores y la acuarela añade gracia a esos dibujos. Que la tienen de sobra: no son dibujos realistas. Son caricaturas. Un humorístico ver lo más propio, lo más curioso, lo más pintoresco del personaje, y señalarlo intensificando el rasgo. El libro recoge al final un generoso puñado de esas caricaturas. Lo vemos en el paso de 1959 a 1960 cada vez más agudo para captar lo característico del personaje -maestros y gentes notables del medio- y más seguro y desenfadado para fijarlo en dibujo.

Aún nos divierte esa galería de seres estrambóticos, de pintoresca humanidad, captados no solo en su aspecto sino en peculiaridades de carácter. ¿Cómo se disfrutaba aquello en el colegio y en el medio provinciano? En 1960 el señor Franklin Ballesteros González, distinguido alumno de 6o curso del Colegio Nacional «Bolívar» ha recibido un diploma «como sincero estímulo a su magnífico arte, con motivo del Segundo Salón de Caricaturas». Lo ha firmado el Dr. Alonso Castillo, rector.

Pero, de pronto, un sobresalto. En ese 1960 nuestro artista aparece como alumno de sexto curso en el colegio de su tierra natal. Pero hay un desnudo al carboncillo que lleva al pie firma y fecha. Y es 1959. Y de ese desnudo de una mujer de espaldas, que, por su rica morbidez por los sombreados que parecen acariciar sus redonces, incluí sin dudar en El gran libro del desnudo en la pintura ecuatoriana del siglo XX[2],  me confió el artista que se había dibujado con la  modelo que posaba para los alumnos de Bellas Artes… Y, por si fuera poco, otro desnudo de parecido empaque se fecha en 1958.

Digamos, a modo de resumen, porque nos espera ya esa imponente suma de acuarelas que para el atento observador, como para quien se solazó en ellas cuando trabajaba el libro y preparaba el ensayo introductorio, serán un fascinante viaje por una tierra patria desvelada en cuanto tiene de belleza, de poder de seducción, de nostalgia cuando es dable recordar esos rincones, de calor vital y recónditas resonancias siempre, que Franklin Ballesteros, el niño y joven que afirmó sus primeros pasos de artista por amables senderos de dibujo, nunca dejaría de dibujar. Incansable viajero iría en esos trenes y por esos madrileños cafés y por calles y plazas del mundo libreta en mano recogiendo sus impresiones de cálido viandante en nerviosos y certeros apuntes.

Y nunca haría penitencia por sus primeros sensuales desnudos, sino más bien los multiplicaría ensayando incansablemente maneras de hacer del cuerpo de la mujer, que es síntesis de perturbadoras formas, obras de arte que iban de un amable realismo a estilizaciones asomadas al borde del abstracto.

Y asumiría como un reto para sus poderes de dibujante esa arriscada empresa de trasladar al lienzo una persona, con sus rasgos físicos y su vida interior; con las huellas dejadas en su rostro por largas historias. Quien quiera comprobar la magnitud de los logros del retratista, en el libro tiene el mío, en dos versiones, al cisco y al óleo. Puede hacer algo que está fuera de mi alcance: comparar el retrato con el retratado.

Cerremos este preámbulo con el óleo. Nuestro artista también ha pintado al óleo, y una sección del libro recoge óleos, y la muestra lo hace también. Es una pintura de paisaje rural y urbano de sólida composición y dibujo exacto cuando el motivo lo pide. Con realizaciones cromáticas que llegan al alarde de «Neblina en Salinas». Y un gran óleo que es el que a mí más me impresiona: una marina resuelta solo en negros. Negro el mar y negro el cielo. Negros. Pero mar y cielo nocturno. Como para hacernos sentir el escalofrío que una noche sombría ante el mar nos ha producido.

Y estamos ante las acuarelas. 121 acuarelas ofrece el libro, unas pocas dos en la misma página, desde una temprana de 1958 hasta una de ayer no más, del 2010.

Cuatro jornadas del acuarelista he distinguido en el libro, y puede ser útil recordarlas para no perdernos a la hora de llegar al su suculento banquete visual.

Primera: esa temprana madurez que lucen acuarelas como la ya vista de «Tigualó grande». Al año siguiente, «Iglesia de Caranqui» afirma la tendencia a la solidez en composición y fuerza de color, sin perder nunca las transparencias propias de la acuarela. Y ese mismo 1962 «Patate» se afirma en esa dualidad que comenzaba a caracterizar la acuarela de Ballesteros:motivos tratados con firme realismo en contrapunto con partes resueltas con técnica impresionista o con toques cromáticos muy libres.

Y esta primera etapa ricade maduraciones se extiende por la década de los setenta.Confieso una debilidad: me gusta aprovecharme de la página o la palabra que se ofrecen al crítico para ponderar las calidades de alguna obra que es ya mía. Y es que resulta estupendo poder ponerla ante uno al momento devolver a verla, esta vez para nuestros lectores u oyentes. Esta bella pieza no tiene título, pero sí año: 77. Está, pues, en lo másalto de esta jornadade maduraciones. Pueblito hecho de blancos apenas insinuados en la meseta, de casas apiñadas en torno de la torre de la iglesia; detrás y al borde, bosques resueltos como puras manchas. Cerrando el horizonte un monte de azules neblinosos, mancha tratada a la aguada. Y en el fondo un cielo entre gris y rosa. Y, para el contraste ya señalado, en primer plano, lomerío de ocres firmemente modelados. Lo escribo con la acuarela extrañamente bella ante mí. Y pienso que pocas técnicas pictóricas dan tanto placer al contemplador como la acuarela. (En el libro puede hallarse esta acuarela -un poquito distinta en el color-en la página 74. ¡Qué dificil recoger en la impresión todas las sutilezas cromáticas y todas las transparencias de la acuarela! Y el artista le ha puesto título: «Soledad»).

Segunda jornada: década de los ochenta . Nuevo dominio de la técnica. Cualquier paisaje el acuarelista lo convierte en sinfonía fresca y rica, plástica, en que cada árbol es una mancha original y libre, y sus prados son juegos de verdes translúcidos y cielo y montes completan composiciones redondas.Y nuevos paisajes se convierten en oportunidades para tentar nuevas soluciones visuales.

Y se multiplican libertades que conducen a logros de gran belleza. En el ensayo he destacado la bellísima «Noche de luna llena en el Altar», de cenefa de aristas agudas, de ocres que recogen luz, sobre la base sombría de grises con apenas iluminados de azules, contra un mágico cielo de azules y violetas agrisados.

Leo lo que dedico en el ensayo a una obra. Por esos años, significativamente, titula una obra «Ambatillo, luz y color» (1983). Como para incitar al espectador a saltar sobre el motivo realista -que para la acuarela de Ballesteros siempre fue, más bien, lastre- para darse al disfrute del juego en que los jugadores eran luz y color.La libertad con que el artista ha jugado ese juego puede sorprenderse en la aplicación nerviosa de la mancha, casi a la aguada, con manchas sobreimpuestas a manchas. Para de manchas tan libres hacer surgir tierras y árboles que casi envuelven y sumergen en luz y color los blancos del caserío».

Tan seguro de su dominio acuarelístico el artista ambateño toma sus pinturas y se aventura por lo urbano. Y se va por los caminos del mundo a caza de cuanto haya por allí de luz y color. ¡Y qué luz halla en el verano manchego de Ciudad Real! Y la fija en la cartulina. Titula una serie «Pueblos Encantados». El los desencanta y los vuelve a encantar con los secretos de la acuarela. Expone en Madrid en 1982 y 1989. Y un crítico español que ha advertido el paso largo dado por el acuarelista lo destaca: «Hemos observado un perfeccionamiento, cambio o experimentación…, como se lo quiera llamar, en su tratamiento o realización. En algunas de sus acuarelas se aprecia una moderna inquietud por la mancha grande, por la fugacidad atmosférica, por la síntesis extrema». Así el prestigioso Antonio de Santiago, en la Casa de Almería.

Tercera jornada: de los noventa al nuevo siglo. Adviértese una nueva fascinación de la mancha. Es decir, del puro color. Ese juego rico y libre en que la acuarela consiste y que Ballesteros se ha dado a jugar como sabio jugador, se lo juega con la mancha. En «Luz rota» -ya del 2005- en torno de los blancos de las casas, manchas de naranjas y rosas son techos y manchas verdes son árboles. Y grandes imprimaciones violetas y azules hacen un cielo dramático. Pero antes de ser techos y árboles y cielo, y aun después de serlo, son color en libres y contrastadas aplicaciones.

Cuarta jornada. Esta jornada no espera a que la anterior se liquide para irrumpir. Lo que da su personalidad a esta jornada ni es el tiempo ni maduraciones o técnicas. Es un motivo. Un motivo que se ha convertido en fascinación y reto; que ha abierto las compuertas a insospechadas iluminaciones.

¿El motivo?  Galápagos y su mar. Su luz. La luz preside estas ceremonias visuales, tan líricas y mágicas. Esa luz convoca nuevos azules y traspasa extraños celajes. En variaciones como las que hacía Bach, que al oyente rudo, solo hecho a las estridencias casi torpes de ciertos sonidos contemporáneos, que se llaman eufemísticamente «música», parecen repeticiones de lo mismo, Ballesteros multiplica sus marinas haciéndonos sentir lo inagotable de esos contrapuntos de luz y color en cielo y mar, con lenguas de tierras desvaídas o con la furtiva presencia de alguna flotilla de pescadores.

Pero es hora ya de que se silencien las palabras y todos nos sumerjamos en el elocuente silencio de estas imágenes que nos aguardan. El crítico sentirá que cumplió su grave tarea si despertó el apetito de los visitantes. Y si, de algún modo, les dio una carta de ruta para avanzar por entre tan rico despliegue de visiones.

Solo le resta dar los parabienes a Franklin Ballesteros por este libro que es una nave que con su rica carga de imágenes de la tierra patria y de sus mares va a llegar a los más distantes puertos del mundo en donde espíritus sensibles a esta manera de fijar belleza y emoción que es la acuarela van a embarcarse para visitar, por encima de tiempos y espacios, el taller del artista ambateño.

[1] El texto de la intervención de Lilo Linke se reprodujo en Letras del Ecuador,publicación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en 1945

[2] Hernán Rodríguez Castelo, El gran libro del desnudo en la pintura ecuatoriana del siglo XX, Quito, Ecuasanitas, 2008. Desnudos de Franklin Ballesteros en las páginas 90 (el aquí mencionado) y 91

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *